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Ideas
Tribuna
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Necesitamos promiscuidad política y debatir con gente de la tribu rival

Comunistas, fascistas, filoetarras, golpistas: el afán de presentar a los rivales ideológicos como una amenaza se expande en la política española

Los diputados de la bancada del PP protestan durante la intervención de la ministra de Igualdad, Irene Montero, en la sesión de control al Gobierno el pasado 30 de octubre en el Congreso.
Los diputados de la bancada del PP protestan durante la intervención de la ministra de Igualdad, Irene Montero, en la sesión de control al Gobierno el pasado 30 de octubre en el Congreso.J.C. Hidalgo (EFE)
Lluís Orriols

Imagine que la nueva pareja de su hijo simpatiza con posiciones políticas que están a las antípodas de lo que usted opina. O que su vecino decide hacerse militante de ese partido con ideas opuestas a las suyas. ¿Cuál sería su reacción? ¿Le generarían emociones de disgusto y rechazo o más bien le provocarían indiferencia? Puede que parezca una pregunta anecdótica, sin trascendencia alguna, más propia del cotilleo. Sin embargo, detrás de ella se esconde un fenómeno que últimamente está preocupando, y mucho, a los politólogos: la polarización afectiva. Consideramos que una sociedad está polarizada en términos afectivos cuando los ciudadanos sienten especial simpatía por quienes son políticamente afines, pero al mismo tiempo sienten un profundo rechazo hacia aquellas personas que piensan diferente. La polarización afectiva es un proceso de tribalización en el que la confrontación política se convierte en algo emocional que va más allá de las legítimas diferencias en posicionamientos ideológicos.

En los últimos años, los politólogos han constatado que la polarización afectiva está ganando terreno en muchas de las democracias de nuestro entorno. También en España. Puede que la confrontación política visceral, de negación del adversario, no sea algo tan nuevo. Muchos recordarán cómo durante los primeros años de gobierno del socialista José Luis Rodríguez Zapatero, en 2004, el clima político alcanzó también temperaturas tórridas, con discursos especialmente beligerantes que en su momento se calificaron con el nombre de la crispación. Sin embargo, existen claros indicios de que la tribalización de la política ha alcanzado niveles récord en los últimos tiempos, muy particularmente tras la ruptura del sistema bipartidista.

Hay motivos de sobra para sentirse preocupado por este creciente proceso de polarización afectiva. Y es que el rechazo visceral a quien vota o piensa distinto puede generar efectos muy novicios para la calidad democrática. La tribalización de la política genera inestabilidad y bloqueo pues dinamita la cooperación y las opciones de alcanzar consensos. También provoca que las personas sean menos tolerantes a aceptar el pluralismo, que vean con desagrado las voces discordantes, las cuales se llegan a percibir incluso como ilegítimas y peligrosas. En España cada vez más se considera al adversario político como una amenaza a eliminar. A quienes piensan distinto se les califica de comunistas, fascistas, filoetarras o golpistas. Estos adjetivos tan frecuentes en el discurso político de hoy tienen en común el afán de negación del adversario político y la percepción de que su existencia representa una amenaza para la sociedad.

La polarización afectiva colisiona con muchos de los principios más básicos de la democracia. Al fin y al cabo, si se considera que el adversario político es peligroso y sus posiciones no son legítimas, es fácil llegar a la conclusión de que debería vetarse su presencia en el debate público y evitar a toda costa que lleguen a las instituciones. En contextos polarizados, cualquiera que se acerque, debata o empatice con alguien de la trinchera rival puede ser acusado de estar blanqueando ideologías horribles que amenazan nuestro modo de vida. Por este motivo la polarización puede llegar a erosionar uno de los principios más básicos de nuestro sistema: el consentimiento de los perdedores. La esencia de la democracia es que las personas deben aceptar el veredicto de las urnas, aunque estas encumbren a opciones políticas que están en las antípodas de lo que uno piensa. Sin embargo, en contextos de intensa polarización, la aceptación de la derrota es más costosa y dolorosa, incluso en ocasiones se convierte en algo inasumible.

La polarización afectiva fomenta una sociedad de tribus cerradas que evitan cualquier tipo de contacto con los rivales. Este comportamiento endogámico es terreno abonado para los prejuicios hacia quienes opinan distinto, lo cual acentúa aún más el rechazo y la confrontación. Por eso la mejor estrategia para luchar contra este fenómeno es fomentar activamente la promiscuidad política e intentar a toda costa debatir con gente de la tribu rival. Y es que una de las mejores recetas para acabar con la polarización afectiva es irse de cañas con quien piensa diferente. Si tienen ocasión, venzan sus resistencias y no duden en hacerlo.

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