Patxo Unzueta, periodismo a fuego lento
Iba probando cada uno de sus textos, los afinaba, volvía al principio, buscaba el tono, a veces les añadía alguna cita (como ese indispensable punto de sal que le hace falta a un buen guiso)
Hay que interesar al lector desde el primer párrafo, decía Patxo Unzueta, y contaba en la primera de las anotaciones que reunió en Cosas que no olvidé, su última colaboración en este periódico, que cuando era alumno en el colegio de los Escolapios de Bilbao, el profesor les propuso dos maneras de empezar una historia para que eligieran la mejor. “La primera era esta: ‘Desde los tiempos de nuestros primeros padres…’. La segunda decía: ‘Si el cielo se ganase a fuerza de oraciones, a buen seguro mi tía abuela…”. Estaba claro que esta última provocaba ganas de saber más.
Patxo Unzueta murió este año el 27 de junio, y, el martes, en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales de Madrid no solo se recordó su inmensa contribución a la discusión política en este país sino que se celebró una manera de hacer periodismo —riguroso, bien escrito, lleno de datos, pegado a los hechos— y se puso también en valor la importancia de armar con fundamentos sólidos las ideas y argumentos que terminan por constituir la columna vertebral de cualquier periódico. Participaron, de la mano de la anfitriona —Yolanda Gómez Sánchez—, Juan José Laborda, Lourdes Pérez Rebollar, Jon Juaristi y Jesús Ceberio, y entre todos reconstruyeron los afanes y peripecias de Unzueta, sus querencias y aficiones, su estilo parco y sencillo. Desde que se incorporó en 1986 a la Redacción de Madrid de EL PAÍS, y durante cerca de 30 años, fue el responsable de preparar la mayor parte de los editoriales sobre política interior y publicó una columna. Escribió también sobre fútbol, su otra gran pasión.
Tenía 23 años cuando se fue de casa a hacer la revolución, dicen que con un periódico bajo el brazo. Estuvo en lo que Juaristi calificó de “ETA artesanal”, la que aún no había convertido el terror en su razón de ser, y fue quien impulsó la salida de la organización de aquellos que preferían la política frente a las pistolas. Anduvo por París, se hizo trotskista, regresó en 1977. Le tocó entonces emprender otro viaje, el que lo llevó de la izquierda marxista revolucionaria, dijo Laborda, a la izquierda socialista democrática. Un viaje tortuoso a veces, no era fácil descabalgarse de las grandes utopías y asumir que no hay libertad sin ley.
Agarrar al lector desde el comienzo, esa fue una esas lecciones que daba al hilo de la faena de todos los días. Las otras las iba transmitiendo por su manera de hacer las cosas: la lectura minuciosa de los periódicos, recortando y subrayando cada página que le resultara útil, llenándola de comentarios, para luego ir configurando un archivo completo de autores y de referencias. Estaba también su consideración por las posiciones de sus adversarios: de lo que se trataba era de conocerlas muy bien, para rebatirlas con autoridad y contundencia. Vaya si lo hizo. Cocinaba cada texto a fuego lento, lo probaba, afinaba, volvía al principio, buscaba el tono, a veces le añadía alguna cita (como ese indispensable punto de sal que le hace falta a un buen guiso). Sus columnas se siguen leyendo como quien toma con una sonrisa —¡su humor!— un sofisticado bocado que entra solo. En esta época, tocada por la épica sentimental y simplona del blanco y el negro, igual resulta extraño que alguien pudiera interesarse en sacarle punta a los matices que hay en la enorme paleta de colores de la realidad. Pero de eso trata, al fin y al cabo, la democracia. Y, por cierto, también el fútbol.
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