Patxo Unzueta: todo el oro del mundo
Observador lúcido, honesto y riguroso, el periodismo era sobre todo para él, aparte de noticia, responsabilidad. Cada palabra y cada argumento que se decidía a proponer en un editorial de EL PAÍS debía ser inobjetable
Sobre la puerta del armario donde Patxo Unzueta guardaba su archivo en el periódico, justo enfrente de la mesa que ocupó durante años, podía leerse, fotocopiada en gran formato y precariamente adherida a la madera, una página de Conversación en La Catedral, de Mario Vargas Llosa. “Yo no haría editoriales ni por todo el oro del mundo —dice Norwin—. Estás lejos de la noticia y el periodismo es noticia”. Patxo, al contrario que Norwin, ni por todo el oro del mundo hubiera dejado de escribir editoriales. Porque para él, para el observador lúcido, honesto y riguroso que fue, el periodismo, aparte de noticia, era sobre todo responsabilidad. Cada palabra y cada argumento que se decidía a proponer en un editorial debía ser inobjetable, como si formara parte de un texto indeleble que le comprometería de por vida. Para la levedad y las licencias estaba su otra gran pasión: los artículos de fútbol, siempre relacionados con el Athletic, con sus victorias y sus derrotas, donde daba curso a la ironía amable y sin estridencias que afloraba en su trato diario.
Como editorialista, Patxo, fallecido este lunes en Bilbao a los 76 años, fundó una escuela. Pero no en función de las posiciones políticas de fondo, en las que defendía las suyas con tanta energía como atención ponía en escuchar las ajenas. La escuela de Patxo, radicalmente opuesta a la de su amigo Javier Pradera, se refería únicamente a la conveniencia de usar o no adjetivos en los editoriales. Mientras que Pradera se declaraba partidario de lo que llamaba “editoriales trompeteros”, esto es, editoriales que movilizaran la pasión y la inteligencia al mismo tiempo, Patxo prefería la disección sobria y concienzuda, siempre desarrollada en párrafos que, por una autoimposición a la vez mágica y supersticiosa, tuvieran el mismo número de líneas, como si la mesura racional que defendía debiera reflejarse también en el perfil tipográfico del texto.
No es faltar a la reserva recordar ahora que Patxo fue el autor de centenares, si no miles, de editoriales sobre terrorismo y nacionalismo publicados por EL PAÍS. Su condena del crimen fue tan implacable como serena, lo mismo que su rechazo de políticas que, como las de algunos partidos nacionalistas, invocaban las libertades colectivas para justificar el privilegio propio y la discriminación ajena. Mientras el terrorismo no fue derrotado, ser vasco, para Patxo, conllevaba una responsabilidad adicional, además de la que asumió como editorialista. La responsabilidad de desmentir una y otra vez, sin desmayo, las cambiantes coartadas con las que los asesinos pretendieron justificarse durante décadas. A él no podían confundirlo, porque de cada una de las coartadas empleadas por los terroristas, como también de cada uno de sus militantes y sus víctimas, conservaba Patxo noticia y memoria en su archivo. Aquel archivo, hoy ya legendario, en cuya puerta colocó la página de Vargas Llosa donde Norwin confiesa que ni por todo el oro del mundo haría lo que Patxo no dejó de hacer nunca: escribir los editoriales que le dictaba su conciencia.
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