Patxo Unzueta, el magisterio desde el córner
Nadie narró mejor la cabalgada del Athletic, ganador de dos Ligas y una Copa entre 1982 y 1984; sus artículos contenían las dosis exactas de información, observación y estilo para atrapar al lector
En algún momento del recorrido, más pronto que tarde, decidimos nuestra posición en la geometría de la vida, terreno de juego inevitablemente limitado que acaba de abandonar Patxo Unzueta, sin sustituto posible, como también ocurre con las figuras irrepetibles del fútbol. Nacido en 1945, bilbaino con diptongo —”y no bilbaíno a lo fino”—, Patxo conectaba su recuerdo más remoto a la pelota azul con la que jugaba en el patio del Instituto de Bilbao, donde su abuelo era bedel. De aquel primer balón guardaba la misma memoria que de Piru Gainza, el célebre delantero del Athletic, su ídolo en la niñez.
“El extremo izquierda del Athletic fue mi primer héroe. En ocasiones he pensado que tal vez de ahí me viniera la propensión a contemplar la vida desde cierto ángulo próximo al banderín de córner”, escribió en el prólogo de A mí el pelotón, libro que recoge sus extraordinarias crónicas en las páginas de deportes de EL PAÍS, la mayoría pertenecientes al bienio triunfal del Athletic en los años ochenta.
A su fascinación por Piru Gainza se añadía una cuestión de carácter selectivo. Los niños de Bilbao se dividían entre los partidarios del goleador Zarra y los defensores del extremo suministrador, “al fin y al cabo”, escribió Patxo, “la humanidad siempre se ha dividido entre quienes aspiraban a convertirse en figura central de la representación y los que preferían ser autores del último pase”. No dejó dudas de sus preferencias.
Costaba asignarle una pasión futbolera en el convulso Bilbao de los primeros años ochenta. Para los lectores de EL PAÍS era la firma habitual en otro género de crónicas, referidas a un frenesí de violencia, intolerancia y muerte. Introvertido y tímido, su menuda figura merecía un respeto imponente a los jóvenes periodistas. Le suponíamos ensimismado en los graves asuntos de aquellos días y no en las mundanas emociones del fútbol.
Una decisión administrativa y la Copa del Mundo colaboraron en su aparición en las páginas de deportes. En abril de 1982, se clausuró el monopolio de la Hoja del Lunes, medida que los periódicos aprovecharon para salir a la calle el primer día de la semana, el siguiente a la apoteósica jornada futbolística. EL PAÍS comprendió las posibilidades del nuevo horizonte y no tardó en crear su influyente cuadernillo de los lunes.
En los días previos al Mundial 82, Patxo entrevistó a Telmo Zarra. Días después, a Panizo. Gainza fue el tercero. Con esa mítica trinidad del Athletic, Patxo se presentó ante la afición. Imposible olvidarlo. Fue un momento sustancial para los lectores y para el periodismo deportivo, que ganó un cronista de época. Nadie en España narró mejor la cabalgada del Athletic, ganador de dos Ligas y una Copa entre 1982 y 1984.
Poco se sabía en el exterior de su rotunda adscripción al Athletic, que de facto era irremediable. Durante algún tiempo la sede del club se ubicó en las dependencias que luego ocuparía la tienda del padre de Patxo. Con ese antecedente y el influjo de uno de sus abuelos, compañero escolar de Gainza en Basauri, el vínculo venía de cuna. De la infatigable curiosidad se encargó él.
Patxo describió aquel periodo feliz del Athletic en unas crónicas insuperables, y de la misma manera relató su brutal implosión a finales de 1985. Sus artículos contenían las dosis exactas de información, observación y estilo para atrapar al lector, fuese o no aficionado al fútbol. Minucioso en la observación, elegante y seguro en el ritmo, ágil en el difícil arte de la ironía, ingenioso para describir la gran aventura a través de los pequeños detalles, dueño de un finísimo oído para mezclar la jerga de la calle con un fenomenal conocimiento de lenguaje, Patxo Unzueta se distinguía además por otra cualidad relevante: sin ocultar sus afectos futbolísticos, sus crónicas merecían la admiración de toda la audiencia.
El niño que quería ser Gainza no desmintió a Rilke. La infancia fue su patria, y así lo acreditó tanto en sus artículos como en el magistral Bilbao (Editorial Destino, 1990), libro que debería figurar en todas las escuelas de la capital vizcaína y desde hace tiempo reclama a gritos su reedición. De la niñez conservó hasta el final una curiosidad insondable y la seriedad con que los niños se dedican a jugar, que no es otra cosa que emplearse a fondo en el proceso recreativo.
Cuando fue requerido por el fútbol, Patxo Unzueta respondió con un afecto sin límites. Quizá alarmado por la tendencia a explicarlo desde la estadística, no dudó en proclamar que el fútbol es una de las bellas artes y no un artefacto matemático, declaración que en cuestiones de estilo se correspondía con la predisposición a admirar a los jugadores inteligentes y finos —Gainza, Maguregui, Artetxe, Rojo y Sarabia figuraban entre sus favoritos— por encima de los aguerridos y chocadores.
De todo aquello, de sus gustos y su ingenio, de su generoso magisterio, del coraje frente a los pistoleros que durante años le amenazaron, de su enorme talento y dedicación al periodismo, quedará un registro imborrable. Para el dolor que su muerte provoca en su familia y amigos no hay consuelo. En mi caso, la tristeza es tan grande como la impagable gratitud que debo a Patxo Unzueta.
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