Ratita
Colegios, urbanizaciones y vías de tren son invadidos por roedores comestibles que quieren dejar de ser muslo, espectacular animal de chistera o mascota
A la caída de la tarde, en Nueva York, por las sendas de Washington Square, una, dos, tres, hasta seis ratas siguen los pasos de los transeúntes. Se oyen sonidos de patitas que remueven las hojas secas. No son ardillas de Central Park que van a todas partes en pareja. Son ratas de Washington Square que roban el protagonismo literario a Catherine Sloper, la heredera de la novela de Henry James. Las ratas coreográficas rajan profesionalmente las bolsas de basura. Han ensayado pasos de baile viendo películas de Disney —si ven dos veces más La Cenicienta, aprenderán corte y confección—, comen restos de pizza y beben dedalitos de café con seis cucharadas de azúcar mientras siguen con rítmica cabeza roedora las melodías de Queen, Lady Gaga o Michael Jackson. Las ratas —pelaje perla, cola elegante— tomaron la ciudad durante la pandemia y, a lo largo de la Quinta Avenida, se dirigen hacia la Trump Tower, casi enfrente del hotel Península, corazón de Gotham, donde anidarán en el arbolado que adorna la fachada del edificio zigurat. Trump tiene conciencia de imperio. Menos ostentosamente, Biden también. Por obras, la fachada de Tiffany’s está cubierta por un cartelón de Beyoncé. Las ratas no se esconden en el subsuelo ni debajo de los carritos de hot dog. Les hacen “¡buh!” a las mascotas de Park Avenue exultantes de felicidad en los terrarios reservados a sus juegos. Las ratas no son underground; el underground neoyorquino se exhibe en las paredes de los museos como si ya no existiesen hombres que asoman la cabeza por una alcantarilla de Harlem. Gordon Parks tomó esa fotografía en 1962. Hombre emergente. Las ratas —ateas— tampoco asisten al servicio religioso, pero en iglesias metodistas ondean banderines del Black Lives Matter. Las ratas viajan en metro: con su tamaño de perro corren por los andenes para llegar a Wall Street. En Manhattan hay personas sin techo. Como en casi todas partes. Las ratas les dan calor. En una película de boxeadores fracasados, llaman “ratitas” a las chicas monas que se acercan a los hombres de éxito. De las conejitas qué vamos a decir. Hoy conejas y ratonas podrían sabotear el cableado eléctrico y mordisquear mangueras de gasolina. Las ratas de Manhattan han aprendido lo que significa tener el control de una ciudad. Son ratas urbanitas, no camperas —para eso están las gallinas—. Imperiales. Exportan costumbres. Diseñan sus propias franquicias: un remiendo de pizza ya no basta.
En Madrid los conejos han tomado Carabanchel Alto. Colegios, urbanizaciones y vías de tren son invadidos por roedores comestibles que quieren dejar de ser muslo, espectacular animal de chistera o mascota de niñas que los abandonan después de cortarles la respiración. Están hartos de posar para los dibujos animados: “¿Qué hay de nuevo, viejo?”. Aún no entendemos la estrategia de los conejos ni hemos evaluado su sentido del ritmo, pero los conejos de Carabanchel Alto hablan por teléfono con las ratas bailarinas de Washington Square que son su inspiración. Hay quien dice: “Ojalá, las ratas…” Pero el peligro acecha: debemos evitar que lean Los pájaros de Daphne du Maurier o La rata más valiente de Venecia de Patricia Highsmith; se comuniquen con las orcas que atacan embarcaciones de recreo; e impriman camisetas con la efigie de la morsa Freya asesinada, preventivamente, en el bote de Frederik Walsoe, agente inmobiliario de 46 años.
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