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Columna
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Cumpleañera

Vivimos en tiempos de ‘posmemoria’, desprestigio del hecho real, fe en lo virtual y ausente, defenestraciones autobiográficas. Como si las autobiografías no fuesen representaciones de la precariedad y del miedo

Cumpleaños
Una niña festeja su cumpleaños.
Marta Sanz

Hoy cumplo 55 años. Desde el 1 de enero de 2023 Wikipedia informará de que soy una escritora de 56 años y, cuando vaya a un instituto, un chico me dirá: “Usted que pertenece a la generación de Carmen Martín-Gaite…”. Vivimos en tiempos de posmemoria ―cada cual la edita a su manera―, desprestigio del hecho real, fe en lo virtual y ausente, defenestraciones autobiográficas. Como si las autobiografías no fuesen representaciones de la precariedad ―también imaginativa― y del miedo. Hoy es mi cumpleaños y mi diario es mi currículum.

Fui concebida en un piso interior del barrio de Chamberí. El sitio es metáfora de mi ideología. Chamberí. Interior. Viví en Vallecas y junto al Puente de Praga. En Benidorm. Volvimos al Puente de Praga. Nos mudamos a un piso exterior en Chamberí. A los profesionales liberales, hijos de mecánicos, el espejismo del ascensor social les dejó en la segunda planta a la altura de 1980. Sin exageraciones. Nadie me compró un poni. El ascensor se averió y llegaron descendientes más pobres que sus progenitores. Estudié lo que quise: Filología Hispánica. No oposité. Fui becaria en una universidad privada y esos años no computan en mi cotización. Me casé. Firmé un contrato temporal y, después de presentar una tesis sin cum laude, me hicieron un contrato fijo. Nunca me quedé en paro. Fui activa políticamente. Di clases de español. Diseñé materiales. Formé profesores. Di clases en Periodismo, Publicidad, Lenguas Aplicadas. Como tanta gente, trabajé de ocho o a ocho. Me divertí. Quedé finalista de un premio literario. Renuncié a mi contrato fijo ―como una señorita, una pija, una romántica entregada al altar de la literatura…― y tuve que volver a la universidad: mi medalla de plata no me permitía vivir dignamente. Mi marido era obrero. Me hice autónoma. Me violentaron, pero la violencia estaba tan normalizada que ni supe llamarla así. Mi marido se quedó sin trabajo. Como muchas otras personas, sufrí ansiedad. Escribí novelas, poemarios, ensayos. Viajé por el mundo y me invitaron a alojarme en hoteles fastuosos y fondas del sopapo. Me peleo con las plataformas digitales cuando facturo. Entrar en este periódico me proporcionó estabilidad. Colaboro en la radio y en una escuela de escritura. Vivo en modo multitarea. Tengo un piso. No tengo dos. Nunca podré edificarme un castillo en Paracuellos, pero pago la factura de la luz y salgo a comer. Tengo un coche. Carezco de seguro privado de salud. Pago mis impuestos. Mi padre y mi madre nos ayudaron a comprar nuestra casa ―esa ayuda no habría sido posible si yo no fuera hija única―, pero no soy exiliada económica y me dedico al oficio que me gusta. Ese es mi privilegio y a la vez la causa de mi autoexplotación. Voy a institutos. Un muchacho me sitúa en la generación de Carmen Martín Gaite. Me enfado en broma; me siento honrada. Lo miro: en lo que le depare la vida tendrá que ver su esfuerzo, pero sobre todo el sentido de la justicia, la libertad y la protección del país en que le ha tocado vivir. Si yo tuviese una hija, posiblemente aún estaría viviendo en casa y me costaría encontrar alicientes para estimular su esfuerzo. No hablo en clave generacional: la cronología no es engrudo ni la historia está congelada. Soplo mis velitas con razonable felicidad. E inquietud.

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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