También me gustan los hombres
Es cierto que las lectoras venimos reclamando con toda justicia nuestro legítimo espacio como creadoras, pero resulta difícilmente soportable que esta reivindicación del espacio esté inspirada por un espíritu revanchista
Cierro en estos momentos, Entre ellos, el libro que Richard Ford dedica a sus padres. La emoción que me provoca este libro breve, aunque abarca dos vidas, esta escritura clara, sincera, sin atisbo de cinismo alguno, tiene que ver, no me cabe duda, con la lealtad que le profeso a este escritor, con la cercanía que siento con su escritura, con el cariño que sin remedio se le toma a quien te ha ampliado el mundo. Así que esta historia de sus padres es la que me cuenta un viejo conocido, de quienes ya sabía algo por el aún más pequeño tomo dedicado solo a Edna, su madre. Pude conocerlo en el lugar más insólito que imaginarse pueda: en el ascensor de un hotel de Miami. Acudía yo al Latino Film Festival en esa ciudad cosida por autopistas y bajando en el ascensor para el estreno de nuestra película me encontré con un hombre maduro, de ojos de un azul transparente, mirada aguda e intensa, como los de un Henry Fonda. Pensé que era un actor. Traté de hacer memoria en el trayecto y cuando sonó la campanilla que anunciaba la llegada al lobby se hizo la luz en mi memoria. Acababa de terminar Canadá hacía tan solo unos días y no podía creerme que pudiera decirle al autor en persona cuánto me había sacudido aquella historia del muchacho adolescente que pone tierra por medio para huir de unos padres insospechadamente atracadores de bancos. Siempre he apreciado cómo la enormidad de esa América del Norte de fugitivos, pioneros e inventores desde cero de la vida propia da sentido a la obra de Ford y cómo la vida de sus padres ha influido de manera enigmática pero cierta en su manera de entender la aventura humana.
Siento una extraña sintonía con lo que Ford cuenta sobre sus padres, aunque la peripecia de los míos transcurriera en este pequeño país nuestro en el que la familia extensa ha sido, al menos hasta hace dos generaciones, tan determinante. Eso me hace pensar en que la literatura es ese territorio salvaje donde la conexión entre quien escribe y quien lee es misteriosa y, en cierto modo, inexplicable. Observo que en nuestro presente hay una tendencia firme, se puede decir que militante, que conduce a las autoras a recomendar libros escritos por mujeres, a presentar libros de autoras, a compartir un espacio creativo marcado por el género. Entiendo que esta actitud responde al hartazgo: si echamos un vistazo a los suplementos literarios de hace apenas 30 años, en los noventa, vemos que en las fotos del trío o el cuarteto de los grandes no aparece una mujer. Ni la cuota, de la que ya se discutía en la política, había llegado al mundo literario. Vemos ahora aquellas glosas a los hombres tan indiscutibles y se nos antojan de una realidad muy remota, porque es cierto que las lectoras, animadoras incansables del panorama cultural, venimos reclamando con toda justicia nuestro legítimo espacio como creadoras. Dicho esto, me resulta difícilmente soportable que esta reivindicación del espacio esté inspirada por un espíritu revanchista. Esa especie de advertencia, que se lee y escucha, de que hemos venido aquí para hacer el relevo generacional contiene, ante todo, un indisimulado edadismo (como ahora se nombra al arrinconamiento de las personas que superan cierta edad), y me parece que más tiene que ver con el mundo empresarial o de poder, que con el literario, en el que la experiencia cuenta, sí, cuenta para ver, por ejemplo, el pasado con perspectiva, como ocurre con estas pequeñas memorias de Ford en las que es capaz de recordar a sus padres con la compasión que le concede haber atravesado casi todas las edades de la vida.
Pienso, tal vez peco de pueril, en que no pocos autores varones se han desprendido de esa actitud condescendiente o esquiva hacia la literatura escrita por mujeres. Así es, por ejemplo, en el caso de Luis Landero, Premio Nacional de las Letras, poseedor de un lenguaje que solo tiene quien llegó a la ciudad desde el campo. Por eso, se me ocurre que hay que comenzar a tender lazos y permitir que nuestros gustos literarios tengan un punto de irracional enamoramiento, que no todo sea obediencia a un determinado un discurso político.
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