Cadenas y el pasillo de Letras
Siempre he pensado que en nuestra Ciudad Universitaria soplaron más los vientos del ignominioso agosto de Praga y del sangriento octubre de Tlatelolco que el mayo francés
El lugar del mundo que naturalmente asocio con la persona de Rafael Cadenas es un bloque de aulas del edificio de Humanidades de la Universidad Central de Venezuela, en Caracas.
No serán más de media docena y se llega a ellas subiendo una rampa que conduce al pasillo de la Escuela de Letras. De ese rincón de la Ciudad Universitaria emana desde hace mucho más de medio siglo una fuerza de atracción muy poderosa para la juventud venezolana. Es concebible que alguien pueda acercarse a la naturaleza de esa atracción y acaso, con suerte, poder también definirla, mirando la composición y la carrera del cuerpo de exalumnos, sus intereses, el ámbito y el alcance de sus logros intelectuales.
Podría entonces decirse que allí se enseña Literatura con criterios profundos, muy ambiciosos, ecuménicos y liberales. Sucesivos elencos de maestros y discípulos se han impuesto a sí mismos, que yo sepa desde 1968, cotas de excelencia infrecuentes en nuestra América.
El resultado es un bastión de la sociedad civil dedicado por completo a la circulación de ideas no siempre literarias, al menos no en el sentido que, de ordinario, damos a esta palabra. No se estaría mintiendo porque, ciertamente, de entre los escombros a que un cuarto de siglo de prepotente estulticia han reducido las universidades venezolanas, el pasillo de aulas de Letras emerge como una anomalía que abochorna al desastre. Esto que digo no es retórica de la resistencia sino algo muy sabido en Venezuela: decir “el pasillo de Letras” es nombrar un punto cardinal, cualquiera en Caracas le indicará el camino.
Deserté temprano de una carrera universitaria, allá por los 70, y por un tiempo anduve pensando en ingresar a Letras. Aunque nunca lo hice formalmente, en muchas ocasiones subí la rampa para colarme en las clases que dictaba Adriano González León. Debe haber algo en el aire desde que Rafael Cadenas es Premio Cervantes: justo ahora un pana me recuerda, vía WhatsApp, que hoy, martes 15 de noviembre, es el cumpleaños 91 del inolvidable autor de País Portátil. Lo tomo como un llamado de atención: “Cíñete al caso, pon el dedo en el mapa y dinos de una vez lo que sepas de la rampa encantada de Letras UCV”.
Se suele hablar del mayo francés como causa remota de la agitación estudiantil registrada en muchas universidades de nuestro hemisferio. No faltaron imitamonos que rayasen las paredes con grafiti traducidos directamente del francés.
Sin embargo, siempre he pensado que en nuestra Ciudad Universitaria soplaron más los vientos del ignominioso agosto de Praga y, sobre todo, del sangriento octubre de Tlatelolco que los del dionisiaco desalojo de la Sorbona. Por supuesto, hubo manifestaciones libertarias y airados reclamos de reforma curricular y asambleas permanentes de poder estudiantil pero estas, vistas ahora, fueron casi todas estridentes parodias de Vinccennes. Con la excepción de Letras.
Allí también hubo, desde luego, asambleas y manifiestos flameantes, Mick Jagger tronaba de la rampa al pasillo y volaban escuadrillas de lo que mis amigos mexicanos llamarían “poetas teporochos”, pero en la recogida, en la bajamar, milagrosamente esplendió un concierto de maestros, algunos de ellos cooptados (rodeando hábilmente las reglas de contratación) entre notables practicantes de la Literatura y otras artes. Cuando pienso en la oferta curricular que terminaron apañando en Letras la más nítida imagen que tengo de ella es un libro de Cortázar, La vuelta al día en 80 mundos.
Aquella cátedra no nació envenenada por el credencialismo universitario que ya por entonces denunciaba Gabriel Zaid en México. Nombro solo a dos de ellos porque supieron ejercer su liderazgo profesoral con apolínea templanza: María Fernanda Palacios y Jaime López Sanz.
Palacios es autora, entre otros, de un libro que se juzga esencial sobre Teresa de la Parra: Ifigenia: mitología de la doncella criolla. López Sanz, poeta y traductor, condujo famosamente un seminario que hoy llamarían “interactivo” sobre John Coltrane y trajo al castellano el clásico de Károly Kerényi, Los dioses de los griegos. Sin intelectuales como ellos, ¡y les siguieron muchos!, el espíritu que sopló entonces pudo haberse disipado. “La gente de Letras”—así se les llamó, y se les llama, por igual, a maestros y discípulos—, no lo permitió y ha logrado perpetuarlo hasta hoy.
De todo este milagro del espíritu que aquí encarezco—cruza heterodoxa y muy criolla de centro cívico y círculo de estudios clásicos—, el ónfalo ha sido durante medio siglo el poeta Rafael Cadenas.
En uno de sus libros mejores, Apuntes sobre San Juan de la Cruz y la mística, se lee:
“Venezuela ha padecido cuatro positivismos, liberadores y limitantes a la vez: el de la ilustración, el de la generación propiamente positivista, el de los marxismos y el más reciente, el moderno. El alma tendrá que cruzarlos, recobrarse y ser. No se trata de ir contra la ciencia, tan prodigiosa —es nuestra magia— sino de ver que ella no es todo, de abrirse a lo que está más allá ¿o más acá? Al enigma, a lo inexplicable, a lo que hace obligatorio el silencio”.
Recobrarse y ser. Es la lección del pasillo de Letras.
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