2016: el año que no se ha terminado
Fue el del Brexit, el del triunfo de Trump en las elecciones, el del rechazo a los acuerdos de paz en Colombia: las redes cambiaron nuestra manera de ejercer la ciudadanía y deterioraron nuestro sentido de la realidad
Llevo apenas dos semanas en Inglaterra, pero en este tiempo Liz Truss, una advenediza que no tenía las condiciones para estar donde estaba, ha echado al arrogante ministro de Economía, lo ha reemplazado por otro de ingrata recordación, ha provocado con sus medidas insensatas una crisis sin precedentes, ha dicho que jamás renunciaría, ha renunciado sin reconocer sus errores y ha dejado la imagen de su país dañada de manera irreparable. Su catastrófico paso por el poder británico no solo ha lanzado al país a una incertidumbre que no se veía desde los años en blanco y negro, sino que además ha tenido un efecto inédito, por lo menos para las últimas generaciones, en el estado de ánimo de esta sociedad desorientada. La gente en la calle me habla de debacle; el país está en ruinas, me dicen; es una humillación colosal, me dicen otros. Ese sentimiento es real, y contrasta duramente con las humillaciones fingidas o imaginarias que esgrimieron los que hace seis años, con plena conciencia de mentir o sin considerar siquiera la diferencia entre la realidad y la fantasía, empujaron al país por el precipicio del Brexit.
Hay muchas lecturas del cataclismo presente, invención exclusiva de los conservadores, pero una de las más elocuentes es esta: todo lo que ahora vemos comenzó a gestarse con el referendo de 2016. Así es: con esa campaña mentirosa y populista, con el nacionalismo barato que apenas disfrazaba la xenofobia más ramplona, con la absoluta desconexión con la realidad visible, los hechos comprobables y el sentido común. Y así sucede que todo un relato montado sobre la pérdida de la soberanía y la necesidad de recuperar el control —Take back control!, gritaban los brexiteros— ha resultado, en cuestión de seis años, en el mayor descontrol de la posguerra y la sensación inconfundible de la soberanía hipotecada. Y todo es hechura de los tories: de un puñado de ideólogos eurófobos, aislacionistas y libertarios, cuyos delirios encontraron eco en una ciudadanía crédula e insegura, y contaron con la ayuda inestimable del cinismo, la mendacidad y la incompetencia: de David Cameron a Truss, pasando por el inefable Boris Johnson. Uno de los brexiteros más radicales era Rishi Sunak, hindú practicante cuya fortuna supera a la de la reina Isabel, que acaba de ser nombrado sucesor de Truss. Las ironías que hay en esto son tantas que merecerán una columna aparte. Por ahora, mis reflexiones van por otro lado.
Pues a la historia, que es tan caótica, le gustan a veces el orden y las sincronías. Mientras todo esto ocurre en Inglaterra, del otro lado del océano, Donald Trump cae en enredos más graves cada día, y salen cada día más pruebas de la campaña subterránea que fue montando durante semanas para desconocer su derrota previsible: para instalar en la mente de sus radicales la mentira del robo electoral. Por eso, según acaba de anunciarse, será llamado a declarar en las investigaciones sobre esa guerra civil a escala reducida que fue el 6 de enero. Y yo no he podido resistirme a leer estos hechos recientes, desde la derrota de Trump hasta el desprestigio del Partido Republicano —convertido, para todos los efectos prácticos, en un peligro para la democracia, una amenaza para los derechos civiles y las libertades individuales—, de la misma forma en que leo la debacle inglesa: como un intento de corrección que hace la realidad real, la terca realidad real, contra el embaucamiento masivo que fue la elección de un inepto cínico, misógino y racista como presidente de ese país en el que no mueve las alas una mariposa sin que se produzca una tormenta en otra parte del mundo.
Entre el Brexit y las elecciones de Estados Unidos tuvo lugar, en Colombia, el referendo sobre los acuerdos de paz de La Habana, que habían sido firmados poco antes por el Gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las FARC. He escrito demasiado sobre lo que fue esa campaña de mentiras, distorsiones y desinformación, cuidadosamente orquestada desde la oposición a los acuerdos, y he contado demasiadas veces cómo convencieron a una ciudadanía adolorida —por muchas décadas de sufrir las atrocidades guerrilleras, pero no solo esas— de que la aprobación de los acuerdos iba a tener consecuencias catastróficas para el país: desde convertirnos en una nueva Venezuela (argumento que Jair Bolsonaro está usando también: todo está conectado) hasta la destrucción de la familia cristiana (argumento que los evangélicos brasileños también usan contra Lula da Silva). Pues bien, hoy, seis años después de aquel referendo en el cual la mentira jugó un papel tan importante, la mayoría de la sociedad se ha dado cuenta de que la verdad iba por otra parte, y ha llevado al poder al candidato que parecía más comprometido con la aplicación de los acuerdos.
Acaso nos hayamos cansado de constatarlo, pero voy a hacerlo una vez más: en 2016 ocurrió algo que no habíamos visto antes. Fue una súbita transformación de nuestra manera de ejercer la ciudadanía. Para mí, el fenómeno es inseparable del auge de las redes sociales, que deterioraron nuestro sentido de la realidad. Pero también deterioraron nuestra convivencia, y comienza a entenderse con cierta profundidad (y quien no se entera es porque no ha querido) la manera como el modelo de negocio de las redes explota nuestras inseguridades, nuestras debilidades y nuestro lado más oscuro. En 2020, el escritor colombiano Mauricio García Villegas publicó El país de las emociones tristes, un ensayo en el cual sostenía que Colombia se había dejado dominar por los sentimientos malsanos que describió Spinoza —el desprecio, el miedo, el odio, la indignación, la envidia— y el resultado era lo que veíamos: una sociedad rota. Mucho me temo, sin embargo, que el título de su libro le convendría también a los Estados Unidos de este Partido Republicano y a la Inglaterra del Brexit.
Pero nuestra capacidad para el autoengaño no conoce límites. El expresidente colombiano Álvaro Uribe, líder de la campaña que mintió a mansalva sobre los acuerdos, cuyo gerente confesó la estrategia de engaño y se ufanó de ella, acaba de lanzar un texto que pretende dar su versión del conflicto contra el informe de la Comisión de la Verdad creada por los acuerdos. Según el texto delirante, el Gobierno de Santos desconoció el mandato del pueblo; no se dice que los acuerdos aprobados no son los que “el pueblo” rechazó, sino los corregidos con 56 de las 59 enmiendas que propuso el grupo de Uribe. Pero el uribismo cuenta con la desmemoria, la confusión y el fanatismo.
No son los únicos: hasta la mañana del lunes, cuando fue ungido Rishi Sunak en esa democracia que hoy mismo parece de un solo partido, Boris Johnson era candidato serio —el adjetivo nunca debería aplicársele a ese bufón, pero qué se le va a hacer— a reemplazar a la defenestrada Liz Truss en el psicodrama de la política británica. Esto parecería un mal chiste si al mismo tiempo Donald Trump no tuviera intenciones explícitas de lanzarse a la presidencia para 2024. Hay una veintena de procesos civiles en su contra, y sus enredos con la ley van desde las investigaciones sobre el 6 de enero a los papeles que encontró el FBI en Mar-a-Lago; pero nada de eso ha hecho mella en el fanatismo de sus seguidores, convencidos de que todo es una caza de brujas: porque así lo dice Trump.
El año 2016 no ha terminado. Por lo que se ve, le quedan todavía varios años de vida.
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