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tribuna
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Ellos, los fascistas

La alerta antifascista permanente dificulta identificar las características propias de los movimientos de derecha radical actuales y su reducción al estereotipo impide hacerles frente

Fiesta VOX Viva 22
La líder ultraderechista italiana Giorgia Meloni se dirige a los simpatizantes de Vox en la fiesta del partido, Viva 22, en Madrid el 9 de octubre.VICTOR LERENA (EFE)

El fascismo parece haber vuelto. O que siempre hubiera estado aquí. Vox alude a él, a su versión falangista, ahora que las encuestas le dan la espalda y la crisis interna parece asomar la cabeza. Lo ha hecho recientemente en su mitin-feria de atracciones llamado Viva 22. Mezclando una apelación a un pasado nacional fantástico, bizarro y ciertamente kitsch y unos espectáculos musicales de dudosa calidad en los que se llamó a “volver al 36″, Santiago Abascal invocó allí la figura de José Antonio Primo de Rivera para cuestionar su exhumación, pero también para reivindicar sus supuestas últimas palabras, lo que es una forma de homenaje. No era la primera vez que lo hacía.

El espectáculo organizado por Vox procuró también exhibir su pertenencia a una inestable y heterogénea red de la ultraderecha internacional. Como había sucedido en años anteriores, acompañaron a los españoles Álvaro Uribe, Viktor Orbán, Javier Milei y Mateusz Morawiecki, entre otros. La novedad fue el discurso que Donald Trump envió para que fuera emitido durante el acto. También, como había sucedido con las últimas elecciones andaluzas, Giorgia Meloni estuvo presente en Madrid. Era la estrella del momento.

Pocas semanas antes, la líder de Hermanos de Italia había ganado las elecciones italianas y había certificado lo que algunos identificaron como el regreso del fascismo a Europa. En una primera impresión no les faltaba razón a quienes lo hacían, y las imágenes de la joven Giorgia Meloni opinando que Mussolini fue un buen político o levantando a media asta el brazo tras su “Dios, patria y familia” no lo desmentían. La llama tricolor que adorna el escudo de la formación y que remite al Movimento Social Italiano de los herederos de Saló es también un preocupante signo de normalización estética y narrativa del fascismo. Incluso del peor fascismo, el de la guerra civil de 1943-1945, el de las deportaciones, los asesinatos colectivos en las Fosas Ardeatinas, en Sant’Anna di Stazzema o en Marzabotto (una rápida búsqueda permitirá observar con horror las edades de las víctimas de estas últimas masacres). La sombra del “blanqueamiento” —término que, por otro lado, en ninguna de sus acepciones significa “legitimación”— del fascismo se cierne sobre las nuevas derechas radical-populistas.

Claramente, Meloni y los suyos se remiten a una visión del fascismo italiano centrada en aspectos como su carácter modernizador y nacionalizador, su populismo desarrollista y su naturaleza de gran utopía nacional para un país necesitado de pegamento identitario. Es el discurso clásico de la nostalgia posfascista y las peregrinaciones a la tumba del Duce en Predappio. El discurso del fascismo banal. Sin embargo, normalizar, incluso reivindicar la herencia del fascismo solo puede hacerse a partir de la crueldad o de la ignorancia. Ambas remiten a lo mismo: a no ver, o no querer ver, qué significó el fascismo para los italianos, y no solo. A ignorar, de manera arrogante a veces, a sus víctimas. En Abisinia: soldados bombardeados con gas mostaza, mujeres y niñas convertidas en esclavas sexuales de los italiani brava gente. En Yugoslavia y Grecia: como parte de sus políticas de ocupación e italianización, que llevaron a campos de concentración a miles de internos eslavos. En Italia: judíos y partisanos deportados a los campos de exterminio, civiles masacrados en operaciones combinadas a lo largo de la Línea Gótica para acabar con los apoyos a la Resistencia. En España: cientos de hombres, mujeres y niños destrozados por las bombas lanzadas sobre Alicante, Alcañiz, Valencia, Granollers o Barcelona por orden directa de Roma, es decir, de Mussolini. Tras un bombardeo sobre la entonces capital de la República, en enero de 1938, su yerno Ciano escribiría: “(…) pánico que devenía locura. 500 muertos, 1.500 heridos. Una buena lección para el futuro”. Muchas de esas víctimas eran niñas y niños. Solo esto desmiente ya todo el tinglado normalizador del fascismo. Meloni, Abascal y los suyos deberían recordarlo.

Esto, efectivamente, es grave, y los historiadores estamos en el deber de señalarlo. A pesar de ello, creemos que el peligro real para nuestras democracias no está aquí. Desde hace algo más de una década, cada vez son más los gobiernos que desarrollan los temas de la derecha radical e incorporan planteamientos que el consenso antifascista europeo posterior a 1945 había impedido. La normalización de la derecha radical y su creciente visibilidad política y mediática es una de las características fundamentales de nuestro tiempo, tras su llegada al poder en Estados Unidos, Hungría, Brasil, Polonia, India y su incorporación a coaliciones de gobierno y Parlamentos. Pero esto no quiere decir que Italia o España estén avanzando hacia el fascismo. Por duro que sea el presente que vivimos, no nos parece que pueda equipararse al de las décadas de 1930 y 1940. Ni los contextos son los mismos ni las alternativas políticas son equiparables.

Por eso es necesario detenernos en una cuestión delicada y difícil de abordar: la del supuesto eterno retorno del fascismo, emparentada (y severamente discutida) con la tesis del fascismo eterno planteada hace ya años por Umberto Eco. Como dice Sergio del Molino en el prólogo de Ellos, los fascistas. La banalización del fascismo y la crisis de la democracia (de próxima aparición), la alerta antifascista permanente dificulta identificar las características propias de los movimientos de derecha radical actuales, sustituyendo el análisis por la imposición, bastante acomodaticia, de estereotipos y metáforas que ocultan más de cuanto iluminan. Conocemos peor el pasado y entendemos aún peor el presente. Trump, Abascal, Jair Bolsonaro, Matteo Salvini, Orbán o Meloni comparten elementos de cultura y praxis políticas de naturaleza ultraconservadora, xenófoba, nativista y ultrarreligiosa. Pero llamarlos “fascistas” dificulta conocer lo que el fascismo fue realmente: estado de guerra permanente, imperialismo agresivo, represión política, excepcionalidad normativa, persecución de las minorías, jerarquización racial, asesinato de civiles, deportaciones, genocidio. Y no solo eso. En el sentido contrario, la reducción al estereotipo emborrona las características del fenómeno actual e impide hacerle frente. ¿Es esa la forma de combatirlo? Vale la pena recordarlo: la apelación a la lucha contra el “fascismo” en las últimas elecciones en Madrid y Castilla y León no han dado precisamente buenos resultados a las fuerzas “antifascistas”. No cabe descartar, por fin, un reverso perverso: el de generar orgullo por reacción. Hacer identidad del insulto del adversario. Apropiárselo. Si nos llaman fascistas, cantemos que volveremos a 1936. Y que la escalada continúe.

Con todo, y por grave que nos parezca, creemos que el problema de fondo no es narrativo ni de interpretación histórica. Tampoco lo es la emergencia o la consolidación del fascismo: es la crisis de la democracia liberal y la falta de proyectos consolidados que la doten de musculatura frente a un proceso de erosión que se desarrolla desde dentro, y que incluye de manera creciente, arrogante y chirriante la banalización de los términos “fascismo” y “fascista” desde buena parte del espectro político. La derecha radical europea está plagada de nostálgicos del fascismo histórico, pero ese no parece ser el motivo que la hace atractiva para los millones de votantes que optan por soluciones populistas, identitarias y en ocasiones, antisistema. La normalización de esa derecha radical puede ser central en el vaciamiento de contenido de esta democracia liberal y puede acabar por convertirla en otra cosa, mientras continuamos señalando con el dedo a un fascismo tan inexistente como evanescente.

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