Política desintermediada
La desconfianza hacia los partidos tradicionales o hacia las élites del ‘establishment’ rompe los mecanismos de mediación que permitían ordenar los procesos políticos de forma más o menos previsible e inteligible para representantes y representados
En las últimas semanas se han producido dos nuevos episodios de lo que cabría calificar como el desorden político de nuestro tiempo. Me refiero a sucesos que en principio podrían parecer improbables (con seguridad lo habrían parecido hace 30 o 40 años) pero que se están volviendo cada vez más frecuentes (como la elección de Donald Trump en 2016, el asalto al Capitolio en 2021, el Brexit, la victoria de Jair Bolsonaro en Brasil, el avance de la extrema derecha en los países nórdicos y un largo etcétera). Los dos elementos recientes que deberían añadirse a esta lista son el rechazo del proyecto constitucional en Chile y la victoria de la extrema derecha en Italia.
A primera vista, puede ponerse en duda que haya relación alguna entre el resultado de un referéndum constituyente en un país latinoamericano y unas elecciones generales en Italia. Igualmente, cabe dudar de que estos dos episodios estén conectados a la lista de sucesos improbables a la que acabo de hacer referencia.
Permítanme que les intente convencer de que, con la suficiente perspectiva, lo ocurrido en Chile y en Italia forma parte de un patrón general, lo que en un libro reciente he intentado caracterizar como una crisis de la intermediación democrática.
La democracia representativa es un sistema muy complejo de intermediación entre los ciudadanos y el Estado. En concreto, hay dos agentes intermediadores fundamentales, partidos y medios de comunicación. Los partidos agregan, canalizan y transforman en políticas públicas las preferencias de los ciudadanos. Los medios, por su parte, ordenan y filtran las creencias u opiniones de los ciudadanos, a la vez que vigilan a los gobiernos.
Cuando estos agentes intermediadores fallan, la política se desordena. Si los partidos abusan del poder, o no cumplen lo prometido, o no tienen en cuenta lo que sus electores desean, el vínculo representativo se erosiona y el espacio de la política se vuelve caótico. De la misma manera, cuando la transmisión de la información y el debate público se desplazan de los medios a las redes sociales, sin la mediación de la prensa, dicho debate se vuelve ensordecedor y confuso.
Aunque hay razones específicamente políticas que explican la creciente desintermediación en nuestras democracias representativas, creo que este proceso, en última instancia, forma parte de un cambio social más general. Los avances de la digitalización y las nuevas formas emergentes de individualismo se combinan dando lugar a un cuestionamiento de los agentes de intermediación. Conviene reparar en que los ciudadanos están experimentando una desintermediación generalizada en múltiples esferas de su vida, en el sentido de que, gracias a internet, pueden prescindir de los intermediadores clásicos. Esto afecta a los intercambios económicos (las agencias de intermediación en los mercados de trabajo y vivienda son crecientemente redundantes, oferentes y demandantes pueden conectarse directamente) o en los hábitos culturales (la gente ya no presta mucha atención a los intermediadores clásicos, los críticos, prefiere guiarse por las valoraciones de los usuarios en la red). Internet permite un mayor control por parte del individuo en transacciones y decisiones de todo tipo. En general, las formas jerárquicas o verticales de intermediación se encuentran en retroceso: la tendencia es que se reemplacen por redes horizontales y descentralizadas.
Este proceso de transformación social y cultural no podía dejar de afectar a la política y, en concreto, a la democracia representativa. Mucho del desorden político que observamos en el siglo XXI es consecuencia de la pérdida de autoridad o legitimidad que han sufrido los partidos y los medios tradicionales. Un número creciente de gente rechaza que sean los partidos quienes filtren o seleccionen sus demandas políticas y que los medios decidan qué es relevante y qué no lo es. Se produce así un cuestionamiento del establishment que durante generaciones protagonizó la intermediación democrática.
Repasemos ahora muy brevemente el referéndum chileno. Tras el estallido social de 2019, los partidos tradicionales aceptaron iniciar un proceso constituyente, una de las demandas más intensas procedente del movimiento de protesta. Para poder convocar un referéndum en el que se preguntara a la ciudadanía si querían ir adelante con la asamblea constituyente, los políticos hubieron antes de realizar una reforma de la Constitución de 1989. La pandemia ralentizó el proceso y el referéndum no se celebró hasta el 25 de octubre de 2020. Los ciudadanos dieron un “sí” abrumador, el 78%, al proyecto de cambio. Además, había que decidir si la nueva Constitución la elaboraba una convención mixta (formada por un 50% de diputados y un 50% de constituyentes electos) o una convención con un 100% de electos. Dada la mala reputación de los partidos, la gente apostó claramente por este segundo modelo: es decir, los ciudadanos rechazaron la función intermediadora de los partidos en el proceso constituyente.
La convención ciudadana elaboró un nuevo texto que fue sometido a ratificación popular el pasado 4 de septiembre. A pesar de que el Gobierno de Gabriel Boric (cuyo mandato comenzó en marzo de este año) se volcó para conseguir la aprobación, el “no” se impuso por una gran diferencia (23,8 puntos porcentuales).
La derrota llama la atención porque los referéndums de ratificación suelen salir bien casi siempre para quien los convoca. Piénsese, por ejemplo, en el referéndum de 1978 para ratificar la Constitución española, diseñada por los partidos y apoyada por ellos: la aprobación popular fue masiva. Los partidos se hicieron responsables de la propuesta y pidieron a sus electores el voto positivo. En Chile, la ausencia de los partidos en el proceso constituyente produjo una reacción imprevisible que acabó con el fracaso de la Constitución. La ausencia de intermediación partidaria provocó un resultado del todo imprevisto.
En Italia, los dos grandes intermediadores de la primera República, la Democracia Cristiana y el Partido Comunista Italiano, entraron en crisis, por distintos motivos, en los años noventa del pasado siglo. La política italiana se sumergió en una fase caótica o desordenada de la que aún no ha salido. Primero fueron los años de Silvio Berlusconi, un pionero de la política antiestablishment, luego el primer Gobierno tecnocrático de Mario Monti, después la victoria de una fuerza anti-partidos, el Movimiento 5 Estrellas, luego el Gobierno tecnocrático de Mario Draghi y ahora la victoria de Giorgia Meloni. Este ciclo de gobiernos antiestablishment y tecnocráticos no se ha cerrado. Meloni no es más que el último eslabón (y el más peligroso) de una cadena de gobernantes que no han conseguido reordenar la política italiana. Lo único que quedaba por probar era una alianza de la extrema derecha con los restos del berlusconismo. El descrédito de los partidos en Italia impide que la competición política se estabilice.
Con la suficiente distancia, el fenómeno subyacente a estos dos últimos episodios en Chile y en Italia puede interpretarse en términos de intermediación fallida. La desconfianza hacia los partidos tradicionales o hacia las élites del establishment rompe los mecanismos de mediación que permitían ordenar los procesos políticos de forma más o menos previsible e inteligible para representantes y representados. El desorden político de nuestro tiempo es, ante todo, consecuencia de los procesos de desintermediación que se están viviendo en la política, pero también en muchos otros ámbitos de la sociedad. Sabemos de lo que nos estamos alejando (la intermediación clásica), pero no somos capaces de anticipar lo que no espera.
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