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TRIBUNA
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Política fiscal sensata en tiempos turbulentos

España necesita un plan que mitigue el impacto de la inflación sobre los más vulnerables y otro de consolidación tributaria creíble que aborde los problemas estructurales de nuestro modelo impositivo

Una oficina de la Agencia Tributaria.
Una oficina de la Agencia Tributaria. EFE
Toni Roldán

El anuncio, la semana pasada, por parte del nuevo ministro de Economía británico, Kwasi Kwarteng, de una rebaja fiscal concentrada en los más ricos ha desatado las furias de los mercados financieros. La libra esterlina se ha desplomado frente al dólar y los mercados de deuda han sufrido su peor día en 40 años.

Lo sucedido en el Reino Unido debería activar la alarma en los gobiernos: el contexto macroeconómico ha cambiado radicalmente y las políticas deben adaptarse a la nueva realidad. Sin embargo, en España los principales partidos continúan atrapados en una batalla fiscal populista que se ha vuelto peligrosa.

Fuera del show mediático-político, el diagnóstico de nuestros problemas estructurales es ampliamente compartido, como atestiguan las muchas coincidencias entre el Informe Lagares de 2014 (encargado por el PP a unos expertos) y el Libro Blanco para la reforma tributaria de 2022 (encargado por el PSOE a otros expertos).

El objetivo de cualquier sistema fiscal debe ser el de recaudar lo suficiente para financiar los servicios que los ciudadanos demandan y, al mismo tiempo, favorecer (o al menos tratar de no perjudicar demasiado) el crecimiento económico. El sistema fiscal español no es bueno ni en lo uno ni en lo otro: no recauda lo suficiente y tampoco favorece la competitividad.

Tenemos unos impuestos sobre la renta y de Sociedades con unos tipos marginales elevados, por encima de la media de la UE, y, a pesar de eso, recaudamos poco: entre siete y ocho puntos de PIB menos que la media de la UE en 2019. La baja recaudación se debe en parte al alto fraude fiscal y en parte a que tenemos un sistema muy complejo, con una maraña de deducciones y beneficios fiscales injustificados.

También somos uno de los países que menos recauda por IVA. Del total de la cesta de consumo, solamente alrededor del 40% de los bienes se gravan al IVA general. El resto se gravan al IVA reducido. En Alemania, el porcentaje de bienes de consumo gravados al IVA general es el doble: 82%. En Francia, esa cifra es del 71%. Y no por ello son sistemas fiscales menos redistributivos que el español.

Un cuarto elemento característico de nuestro sistema fiscal es que tenemos unos impuestos medioambientales, como el de hidrocarburos, entre los más bajos de Europa. Resulta un poco inconsistente querer liderar la transición energética sin la ayuda de un sistema fiscal que alinee los incentivos para lograr ese objetivo.

Finalmente, tenemos un sistema que ayuda poco a corregir las desigualdades. Como mostramos en un estudio reciente en EsadeEcPol, en España los más vulnerables mejoran muy poco después del pago de impuestos y transferencias. La otra gran desigualdad fiscal en España se da en el sistema de financiación autonómica, puesto que dos de las regiones más ricas no contribuyen a la solidaridad común.

El resultado de tener un sistema con tantos agujeros es que tenemos un déficit estructural de en torno al 3% del PIB, el más alto de Europa.

Por el lado del gasto, las cosas tampoco pintan demasiado bien. Al principio de la crisis del euro, teníamos una deuda en torno al 40% del PIB; ahora es del 118%. Y el gasto estructural no ha parado de aumentar: el elefante en la habitación es el aumento de gasto (regresivo) en pensiones —de unos 14.000 millones solo en el primer año— como consecuencia de la no reforma de las pensiones. A eso se le suman los compromisos de gasto en Defensa, el ingreso mínimo vital, las inversiones asociadas a la transición verde, al envejecimiento de la población, la respuesta a la crisis energética...

Ese aumento de gasto no ha ido acompañado de ninguna mejora estructural significativa en los ingresos. Tampoco de planes de ahorro. Y eso a pesar de que la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (Airef) ha completado una revisión del gasto en la que ha encontrado políticas enormemente ineficientes y regresivas a las que destinamos miles de millones.

Todos estos problemas en un entorno de alto crecimiento y bajos tipos de interés pueden más o menos camuflarse. Sin embargo, cuando baja la marea emergen las vergüenzas.

El cambio de orientación en política monetaria ha causado un frenazo brusco en las perspectivas de crecimiento, inestabilidad en los mercados financieros y problemas para gobiernos y empresas endeudados.

El informe Perspectivas económicas globales del Banco Mundial predecía en junio que la economía mundial sufrirá entre 2021 y 2024 la desaceleración más rápida en 80 años. La Airef estima que un crecimiento de 100 puntos básicos en el tipo de interés de la deuda en España resultaría en un crecimiento del gasto en intereses de 6.700 millones de euros en cuatro años.

A ese prometedor panorama hay que sumarle que Europa se encuentra en una guerra en su territorio de consecuencias impredecibles y que Italia, uno de los países más endeudados del mundo, acaba de elegir a una líder euroescéptica y populista.

Como aprendimos en la crisis del euro, la eurozona sufre una importante fragilidad de diseño: los gobiernos han delegado la política monetaria en el Banco Central Europeo (BCE) y los inversores nunca pueden estar seguros de que, si las cosas se ponen feas, el BCE ejercerá de prestamista de última instancia.

Como consecuencia, de un día para otro la eurozona puede sufrir un ataque especulativo que termine en una profecía autocumplida. Un paso en falso —como una bajada de impuestos a los ricos o un anuncio de subida de pensiones insostenible— puede llevar a una espiral de pérdida de confianza, como le acaba de pasar al Reino Unido.

¿Qué puede hacer el Gobierno frente a ese escenario? España necesita un plan de corto plazo y un plan de largo plazo que deben ser coherentes entre sí.

La prioridad en el corto plazo debe ser mitigar el golpe del encarecimiento del coste de la vida en los más vulnerables, sin que se descontrole el déficit. La prioridad en el largo plazo debe ser ofrecer un plan de consolidación fiscal creíble que aborde los problemas estructurales de nuestro sistema fiscal y dé una señal de que somos un país serio.

Para abordar el reto de corto plazo hay que afinar bien las políticas. Bajadas generalizadas del IVA defendidas por los dos grandes partidos son carísimas y regresivas. Subvencionar la gasolina o el diésel a todo el mundo (incluidos los ricos) o subvencionar hipotecas a los que libremente eligieron un tipo variable (propuesta de Ciudadanos) tampoco son buenas ideas. Son mejores las políticas de transferencias a los colectivos más vulnerables, con un coste asumible y alterando lo mínimo posible las señales de precios.

La respuesta en el largo plazo pasa por una reforma fiscal gradual que incremente la recaudación sin mermar la competitividad, eliminando agujeros en todos los principales impuestos y la mayor parte de reducciones de IVA, como en Escandinavia. Para reducir la desigualdad, el propio informe del grupo de expertos del Gobierno defiende el complemento salarial, un impuesto negativo sobre la renta que permita reducir la carga fiscal de los más vulnerables. Eso sería perfectamente compatible en el medio plazo con la puesta en marcha de un impuesto a la riqueza razonable en el conjunto del territorio y con subidas (de nuevo, protegiendo a los más vulnerables) de los principales impuestos verdes. Finalmente, las mejoras de ingresos podrían permitir un acercamiento a la media europea (cuando termine la crisis) en los tipos máximos de los principales impuestos para favorecer la competitividad.



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