Bailando con troles
Las campañas de desinformación y provocaciones en redes sociales contaminan muchas elecciones en todo el mundo
A principios de junio de 2014, dos jóvenes rusas, Aleksandra Krylova y Anna Bogacheva obtuvieron un visado estadounidense para emprender lo que parecía una apetecible gira turística. Durante algo más de tres semanas visitaron Nevada, California, Nuevo México, Colorado, Illinois, Míchigan, Luisiana, Texas y Nueva York. Después se les perdió la pista. Cuatro años más tarde, sus nombres aparecieron en el informe que el fiscal estadounidense Robert Mueller elaboró sobre la injerencia rusa en las elecciones presidenciales que dieron la victoria a Donald Trump en 2016. El viaje a lo Thelma y Louise que Krylova y Bogavecha se montaron por seis Estados era en realidad un trabajo de campo. Ambas tenían responsabilidades en la IRA, siglas de Internet Research Agency, una empresa cercana al Kremlin creada en 2013 para lanzar campañas de desinformación y provocaciones en redes sociales contra los enemigos de Rusia, personas o naciones con ayuda de un batallón de empleados entrenados para operar con cuentas falsas o troles.
¿Cómo un joven ruso reclutado en San Petersburgo podía tuitear en inglés o crear un supuesto grupo de Facebook de ciudadanos de Houston y que este resultara, gráfica, emocional y gramaticalmente creíble a ojos de un usuario estadounidense? En esto consistió el trabajo de campo de las dos jóvenes. Hicieron una inmersión en las redes sociales de EE UU para aprender a imitarlas con virtuosismo. Como reza el cartel de “fugitivos más buscados”, lanzado por el FBI, Krylova y Bogacheva “crearon decenas de personas digitales ficticias y usaron identidades robadas de ciudadanos de Estados Unidos”. El impacto fue enorme. Facebook calculó que 126 millones de estadounidenses vieron publicaciones vinculadas a Rusia durante la campaña de 2016. Un año más tarde, Twitter previno por carta a 677.000 estadounidenses que habían sido víctimas de propaganda rusa. Una reciente investigación de The New York Times revela cómo Twitter fue, en 2017, escenario de una operación con cuentas falsas operadas desde Rusia que ayudaron a provocar divisiones dentro del movimiento feminista en Estados Unidos tras la histórica “Marcha de las Mujeres” contra el recién elegido presidente Trump.
Desde entonces, las granjas de troles no han dejado de crecer ni de contaminar muchos de los procesos electorales que se celebran en el mundo. Las autoridades estadounidenses ofrecen 10 millones de dólares a quien facilite la detención del propietario de la agencia rusa IRA. Temen una nueva oleada de desinformación fabricada en Rusia antes de las elecciones de mitad de mandato del próximo noviembre.
Las sutilezas de la guerra de la información en la que Vladímir Putin ha puesto tantas esperanzas son emuladas por partidos políticos en otros países. En España, los troles se multiplican y operan libremente ante la dificultad de los usuarios para distinguir entre perfiles ficticios y reales y la escasa reactividad de las plataformas tecnológicas a la hora de combatir estas cuentas falsas. Esta modalidad de desinformación es además un negocio opaco y floreciente, como refleja el libro Confesiones de un bot ruso (Debate) donde el antiguo empleado de un “troll center” en España detalla anónimamente los entresijos de las campañas sucias, estrategias que, recuerda, “pervierten la autenticidad del termómetro social e impulsan artificialmente movimientos ciudadanos o tendencias de opinión”. En este año rico en elecciones será un milagro que, antes o después, no acabemos bailando con troles. Cabe preguntarse cuánto de nuestro capital democrático nos dejaremos en cada campaña si la verbena de la impostura no se detiene nunca.
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