Así funcionaba la fábrica rusa de las noticias falsas
Cuentas religiosas falsas, activistas engañados, partidos suplantados… Los documentos del FBI revelan los entresijos de la operación diseñada desde Rusia para interferir en las presidenciales de EE UU
Matt Skiber no existía pero era un tipo muy ocupado. Durante la campaña electoral estadounidense de 2016 igual reclutó a manifestantes para la Marcha por Donald Trump, que contrató anuncios en Facebook que presentaban a Hillary Clinton dándole la mano a Satán. Como miembro y casi líder del movimiento conservador Somos Patrióticos, Skiber era un activista entregado al que nunca le faltaba dinero y que, para desgracia de sus seguidores, dejó de existir el 13 de septiembre pasado, cuando a 7.000 kilómetros de distancia Irina Viktorovna Kaverzina decidió enterrarle para siempre.
A Kaverzina no le tembló el pulso. Ese día había advertido la presencia del FBI y así lo hizo saber en un correo electrónico: “Hemos tenido una crisis en el trabajo, el FBI ha reventado nuestra actividad. No he parado de borrar huellas con mis colegas…”.
Skiber, el grupo Somos Patrióticos y cientos de perfiles y cuentas falsas empezaron a ser frenéticamente destruidos. Fue un intento tan desesperado como tardío. El FBI ya había determinado que desde el número 55 de la calle Savushkina, en un moderno centro de negocios de San Petersburgo, Kaverzina y un oscuro grupo de conspiradores dirigían desde 2014 la gran máquina de las fake news (bulos). La punta de lanza de la injerencia electoral rusa que investiga el fiscal especial, Robert Mueller, y que tiene contra las cuerdas a la Casa Blanca.
No se sabe si alguien de dentro ayudó al FBI. Tampoco ha quedado demostrado que el operativo actuase a las órdenes del Kremlin. Pero a nadie se le escapa que el entramado tenía un objetivo político largamente acariciado por Vladímir Putin. “Emprendieron una guerra de información destinada a generar desconfianza hacia los candidatos y el sistema democrático”. Así lo sostiene el Departamento de Justicia de EE UU y así lo cree la propia Casa Blanca, donde hasta la fecha solo una persona se ha mostrado renuente a aceptarlo: el presidente.
Donald Trump nunca ha acusado directamente al Kremlin por la injerencia electoral. Caracolea, echa balones fuera e incluso ha dado por buenos los desmentidos de Vladímir Putin. “Es todo una farsa de los demócratas”, ha llegado a decir. ¿Por qué? La respuesta es precisamente lo que persigue el fiscal especial.
Mueller investiga si Moscú y el equipo electoral del republicano se coordinaron para dañar en las elecciones a la candidata demócrata Hillary Clinton. En el terreno estadounidense las pesquisas avanzan a buen ritmo. Ha imputado a cuatro figuras del entorno presidencial, entre ellos un exconsejero de Seguridad Nacional, y se prepara para el gran asalto.
En el lado ruso, sin embargo, la investigación iba rezagada. Contaba con informes de los servicios de inteligencia, aunque carecía de identidades penales. Ahora, con las pruebas recabadas por el FBI y las acusaciones libradas por conspiración y fraude contra 13 ciudadanos rusos, Mueller ha consolidado este frente y, de paso, ha desintegrado el bulo, propalado por el presidente, de que la injerencia rusa era un montaje demócrata y de las agencias de espionaje.
Más allá de su uso jurídico, el escrito del fiscal ofrece la primera visión interior de la máquina de intoxicación informativa diseñada por Moscú. Ubicada en San Petersburgo, el antiguo feudo de Putin, la trama descansaba en tres empresas. Internet Research Agency, Concord Management y Concord Catering. La primera, con cientos de empleados, desarrollaba la operación. Las otras dos se dedicaban a su financiación y supervisión. En la cúspide se hallaba Yevgueni Prigoyin. Un empresario que tiene bajo su control el abastecimiento del Kremlin y a quien se considera un aliado de Putin.
La organización, bautizada como Proyecto Lakhta, tenía un presupuesto mensual de 1,25 millones de dólares y, aunque sus operaciones abarcaban a la propia Rusia, a medida que se acercaron las elecciones de noviembre de 2016 se centraron en Estados Unidos.
Su mecánica era sencilla. Ochenta personas se dedicaban día y noche desde Rusia a sembrar la cizaña. No había muchos disimulos. El operativo, siempre según la versión del FBI, apoyaba al entonces candidato Trump y atacaba a sus rivales Ted Cruz y Marco Rubio. Al mismo tiempo, denigraba a Clinton y ensalzaba a su adversario Bernie Sanders. “La orden era usar cualquier oportunidad para criticar a la candidata demócrata y a todo el resto, excepto a Trump y Sanders”, resume el escrito de la fiscalía.
Para afinar su ofensiva, los rusos habían recolectado previamente información en EE UU y estudiado las pautas de lectura digitales de la población en asuntos políticos. Métricas de audiencia, adherencia de los lectores, renovación de contenidos… Con esta base, pasaron a crear en las redes sociales cientos de cuentas bajo identidades falsas o robadas. La misión era generar “la discordia política, apoyando a grupos radicales, movimientos de oposición y usuarios insatisfechos con la situación económica y social”. Las zonas preferidas de actuación correspondían a estados electoralmente indecisos, como Virginia, Colorado o Florida.
Este frente de combate fue especialmente ágil en Facebook e Instagram. Ahí, en temas migratorios generaron, por ejemplo, una comunidad llamada Fronteras Seguras, en asuntos raciales otra denominada Blacktivist (contracción de activista negro), y en religión dieron luz tanto al grupo de los Musulmanes Unidos de América como a la Armada de Jesús. En esta expansión, no se les escapó el nacionalismo, donde fomentaron el independentismo texano, en Twitter llegaron a disponer de una cuenta (@TENN_GOP) que se hacía pasar por propia del Partido Republicano en Tennessee y que atrajo a más de 100.000 seguidores.
Los contenidos generados para esta inmensa maquinaria eran evaluados a diario. Un equipo de especialistas revisaba desde su verosimilitud hasta el uso de vídeo, gráficos y textos. Y, desde luego, su carga política. Así, el encargado de controlar el espacio dedicado a la seguridad fronteriza fue abroncado por la escasez de entradas contra Clinton. “Y se le comunicó que era imperativo que intensificará sus críticas a la candidata demócrata”, señala el escrito.
Otra modalidad de intoxicación consistió en favorecer el abstencionismo en los grupos minoritarios. Por ejemplo, en la cuenta de Instagram Despertar Negro se publicó este mensaje: “Un efecto particularmente maligno de Trump es confundir a la gente y forzar a los negros a votar a Killary [juego de palabras entre Hillary y killer, asesino]. No podemos recurrir al menos malo de los dos demonios. Nos irá mucho mejor sin votar nada”.
La factoría dedicó también grandes esfuerzos a los anuncios políticos. Pagados desde PayPal o cuentas rusas, eran un surtidor de odio hacia la demócrata. “Digo no a Hillary Clinton, digo no a la manipulación”. “Donald quiera acabar con el terrorismo… Hillary quiere patrocinarlo”. “Hillary es Satán, y sus crímenes y mentiras prueban su maldad”. Ninguno fue comunicado a la Comisión Electoral Federal, ninguno fue vetado por Facebook.
La última vuelta de tuerca de la operación fue la convocatoria de manifestaciones. Para intervenir sobre el mundo real, contrataron (sin dar la cara) a estadounidenses. Estos servían de activistas de base y participaban en las protestas. Casi todas seguían el guión impuesto por Moscú. Insultos a Clinton, loas a Trump. La única excepción en campaña llegó en una manifestación celebrada el 9 de julio de 2016 en la capital y que, buscando el repudio de los conservadores, tuvo como lema: “Apoya a Hillary. Salva a los musulmanes americanos”.
Esta fue, según el FBI, la maquinaria desplegada por los rusos en EE UU desde 2014 hasta las elecciones. Pese a su magnitud y la presión constante sobre el electorado, nadie ha sabido cuantificar su efecto. Tanto el Departamento de Justicia como la CIA consideran que no determinó el resultado final. Que Trump, pese a que ganó con 2,8 millones de votos menos votos, habría repetido resultado sin esta injerencia. La pregunta entonces es por qué no la condena. La respuesta quizá se la llevó Matt Skiber a la tumba.
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