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Leyendo de pie
Columna
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El tren de Aragua

El tren de Aragua, la sangrienta banda criminal de Venezuela, es la superación óptima de las organizaciones carcelarias criminales dentro de un Estado sometido a desmantelamiento

Tren de aragua Venezuela
Peritos trabajan en el hallazgo de cuerpos en varias bolsas de basura en el barrio El Amparo, en la localidad de Kennedy (Bogotá), el 25 de agosto de 2022.FISCALÍA
Ibsen Martínez

El motín carcelario venezolano, subgénero del motín de presos latinoamericano, estuvo a punto de pasmar su evolución y limitarse a ser, como nuestros partidos de oposición, otro motivo inerte del letargo tropical.

Cambiando lo cambiable, ha llegado a ocurrir con nuestros motines carcelarios lo mismo que en Estados Unidos con los tiroteos masivos en las escuelas: en nuestras pantallitas surge de pronto un “breaking!” rojo punzó, siguen los acordonamientos policiales, las tomas aéreas, la evacuación de escolares, los equipos SWAT, el tendal de niños abaleados, la vigilia con flores y velas, el Presidente que manda su corazón y sus pensamientos a los deudos, el perfil siquiátrico del sospechoso, el senador fundamentalista de la Segunda Enmienda que sugiere armar con fusiles de asalto las escuelas de párvulos y así, hasta el próximo breaking colorado. Parecida rutina mediática se ocupa de los motines de las cárceles en nuestros países.

Apenas se registra el motín, actúa la barbarie asesina que lo sofoca y se nos impone una manida retórica de derechos humanos sin que el público acuse demasiado estrago moral.

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Hace poco se registró en Honduras un motín en el que murieron cuatro personas. En el mismo penal, irónicamente llamado El Porvenir, otro estallido de violencia, allá por 2003, causó la muerte a 68 personas. Son cifras que entran en los rangos acostumbrados en Venezuela, donde se han contado hasta 108 reclusos muertos al cabo de pocas horas de violencia intramuros. Honduras, creo, ostenta un récord difícil de superar: hace diez años murieron 362 personas en una misma tragedia carcelaria.

Hay un penal en Venezuela que en un tiempo fue considerado entre los más mortíferos: me refiero a la cárcel de Tocorón, en el estado Aragua, que llegó a cobrar 22 vidas durante la visita dominical de los familiares de los reclusos. Ocurrió en 2010. Desde entonces ha habido masacres mucho mayores, por ejemplo, en Carabobo (68 muertes, en 2018) y Guanare ( 47, en 2020). No han sido las únicas. Hoy día, sin embargo, Tocorón es probablemente el lugar más seguro de la violenta Venezuela.

Allí vive sin agobios, entre lujo y confort, nada menos que el “Niño Guerrero”, apelativo amistoso de Héctor Rusthenford (sic) Guerrero López, el jefe máximo de una formidable organización criminal de alcance hasta ahora solo suramericano: el temible tren de Aragua. Un mito de sus orígenes propone que nació de un sindicato de obreros de la construcción que, en tiempos de Chávez y Odebrecht, tendían un ferrocarril pagado por “el fondo de empréstito chino”. La corrupción, ¡ay!, no lo dejó llegar a ninguna estación.

En el proceso, el sindicato se maleó y se convirtió en una banda delictiva y, comandada por el Niño Guerrero, fueron a dar todos a la cárcel de Tocorón. Se afirma que la concepción corporativista de la vida en prisión que anima a Niño Guerrero, y también sus personales conexiones con las alturas gubernamentales del estado Aragua, han logrado el milagro de que en Tocorón todo, absolutamente todo, sea posible y armonioso, desde una peluquería para damas, un restorán thai hasta una discoteca y que no estallen allí sangrientos motines.

Puesto en términos hegelianos-pop, el tren de Aragua es la superación óptima del “pranato” en sus contradicciones con las instituciones de un Estado sometido a desmantelamiento. Lo de pranato pide elucidación: el nombre deriva de la voz pran, que en argot carcelario designa al jefe máximo de los reclusos.

El pranato es, pues, la organización social que prosperó en torno a la industria del preso en nuestras cárceles. Ocasionalmente, el pranato incursionaba fuera de la prisión, dirigiendo vía Wahtsapp y sin vuelo imaginativo alguno, una extorsión de carácter parroquial.

El tiempo es el fuego en el que ardemos, dijo un poeta: Venezuela ha dejado atrás el obsoleto pranato de los años 90, algo que es al tren lo que un mechero de butano es a una compleja refinería petrolera que obra por craqueo catalítico. El tren, amigos, es la eclosión sinérgica del corrupto y clientelar sistema penitenciario venezolano y los más ambiciosos emprendimientos privados de la población reclusa.

Hoy los más importantes presidios del país —entre todos, pasan de la treintena—pueden ufanarse de tener su propio tren y un protector “cartelúo” —id est: de mucho cartel— en el llamado Alto Gobierno.

Los trenes venezolanos se visten actualmente de onegés ambientalistas y auspician asociaciones culturales sin fines de lucro en zonas desatendidas por el Estado comunal, intervienen en elecciones regionales apoyando a candidatos a gobernaciones estatales y alcaldías, ejecutan complejas estafas digitales, explotan con trabajo esclavo el oro de Guayana en alianza con disidencias colombianas y cuerpos armados del Estado bolivariano. Y viajan por el mundo: por algo se llaman trenes.

El de Aragua ya ha salido de las fronteras patrias y sigue diversificando sus funciones en Chile, Perú, Bolivia y Brasil. Trafica con drogas, armas y personas y, según se afirma en Bogotá, la vía del tren se extiende aquí hasta el sicariato.

No es recurso retórico sugerir que las cabezas visibles del régimen que toleró interesadamente las primeras manifestaciones del “pranato” naif nunca imaginaron el formidable desarrollo extramuros que ha alcanzado el tren de Aragua para preocupación del nuestros vecinos del continente. Están todos subidos al tren. Igual que la espada de Bolívar, el tren de Aragua recorre América Latina.

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