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Columna
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La luz de los insobornables

La soledad de Liz Cheney en un partido que ha vendido su alma le honra, y abre un espacio de libertad frente a la lealtad de rebaño exigida por una organización que se dice, precisamente, defensora de la libertad

ilustración col Máriam
DEL HAMBRE
Máriam Martínez-Bascuñán

Hay algo atrayente en las personas insobornables, especialmente en quienes, con sus vidas y acciones, abren la posibilidad de trascender o cambiar lo que existe. Esta semana, y por razones distintas, he tenido esa sensación al pensar en la valentía de Salman Rushdie, símbolo involuntario de nuestra libertad de expresión, con el firme antitrumpismo de la republicana Liz Cheney y, por supuesto, con Volodímir Zelenski, quien ha obligado a Vladímir Putin a revisar su posición tras los ataques a emplazamientos militares rusos en Crimea. Lo que los tres, con sus luces y sombras, tienen en común, es que sus actos particulares irradian una fuerza de significación universal

El caso de Rushdie parece el más evidente, aunque se haya querido vincular extemporáneamente con la cultura de la cancelación, cuando precisamente él mismo atribuyó el escándalo causado por sus Versos satánicos a un propósito: saber quién tiene el poder sobre las grandes narrativas (en este caso, la historia del Islam) cuando deberían pertenecernos “a todos por igual”. En cuanto a Zelenski, se ha convertido en la figura que encarnaba hoy el ideal de la resistencia. El mensaje de un hombre ordinario haciendo algo extraordinario combate por sí solo la propaganda del Kremlin sobre su nazismo, pero además, los recientes ataques en Crimea activan una poderosa y nueva narrativa de reconquista, situando el punto de partida de la invasión rusa en un territorio que parecía no estar en disputa. Así como una acción militar puede cambiar la narrativa de una guerra, una persona puede combatir la desinformación encarnando simbólicamente esa batalla.

Se atribuye a Edmund Burke aquello de que “lo único necesario para el triunfo del mal es que los hombres buenos no hagan nada”. Y quizás por eso saludamos con entusiasmo (y sincera sorpresa) el empeño de la hija del exvicepresidente Dick Cheney en seguir luchando contra Donald Trump, tras su estrepitosa derrota en las primarias de Wyoming frente a la candidata ungida por el magnate. Liz Cheney, contraria al matrimonio homosexual y al aborto, partidaria de la guerra de Irak y crítica con cualquier acuerdo entre israelíes y palestinos, pasa estos días por una traidora ante sus camaradas por su defensa de la legalidad democrática. Tal es la respuesta del Old Party cuando alguien tan abiertamente conservadora se sale de la narrativa extremista simplemente por enfrentarse a Trump. Su soledad en un partido que ha vendido su alma le honra, y abre un espacio de libertad frente a la lealtad de rebaño exigida por una organización que se dice, precisamente, defensora de la libertad. Y aunque nuestras filias y fobias ideológicas dificulten a veces que distingamos la luz que irradian estas acciones a la vez hermanas y dispares, debemos hacer un esfuerzo por valorarlas, porque eso querrá decir que, con todo, aún no hemos acomodado nuestros ojos a la oscuridad, y podemos mirar sin parpadear.

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