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Tribuna
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Pactos de la Moncloa 2.0

Esperemos que todas las partes entiendan la urgencia de llegar a un acuerdo de rentas en el que salarios públicos y pensiones deberían crecer al mismo nivel al que se consensúe la evolución de los sueldos privados

Pactos de la Moncloa 2.0. Antonia Díaz Rodriguez,
EULOGIA MERLE

El Gobierno y los agentes sociales han pospuesto las conversaciones sobre el pacto de rentas para después del verano. La razón de fondo es que no se ponen de acuerdo en cuáles son los sacrificios razonables que se puede pedir a cada parte y cómo ponerlos en práctica. A mi entender, para llegar a un pacto, deberíamos entender cuál es el coste de no lograrlo.

Para responder a esta pregunta tenemos que entender la naturaleza de la inflación que sufrimos. En la Unión Europea se trata, fundamentalmente, de una inflación de oferta; es decir, proviene del aumento de costes de las empresas. No tiene un gran componente de demanda porque la Unión Europea no respondió a la crisis de la covid-19 con un aumento espectacular de transferencias a los hogares, como hizo Estados Unidos. Este es uno de los múltiples beneficios de tener un sistema sanitario público y, en general, un vigoroso Estado del bienestar. Las ayudas a las empresas han sido finalistas y condicionadas a objetivos. Recordemos que, antes de la agresión de Vladímir Putin, la inflación interanual ya rondaba el 4%, impulsada por los cuellos de botella en las cadenas de suministro internacionales, el aumento en los precios relativos de bienes (respecto a servicios) propiciado por el cambio en hábitos de consumo durante la pandemia y los primeros manejos de Putin en el mercado del gas. El problema de una inflación generada por alza de costes empresariales es que es una patata caliente que todo el mundo quiere quitarse de encima: los empresarios aumentando los precios para sostener sus márgenes y los trabajadores pidiendo alzas salariales para compensar la pérdida de poder adquisitivo. Esta forma descoordinada de actuar produce una “espiral inflacionista” que es ineficiente, ya que distorsiona todas las señales del mercado. Por supuesto, no puede durar. Por ejemplo, en 1977 se intentó cortar con una devaluación de la moneda que, a su vez, estranguló a las empresas, dependientes como eran de la importación de bienes de equipo. Es decir, produjo más inflación de oferta. Los Pactos de la Moncloa, firmados ese año, cortaron el camino a la hiperinflación, pero habría que esperar a 1984 para que la tasa interanual de inflación bajara de los dos dígitos. Mucho deberíamos debatir sobre las causas de esa inflación tan persistente para entender cuánto se debía a la falta de competencia entre las empresas y su escasa competitividad, al poder de los sindicatos o, simplemente, a la carencia de instrumentos de política económica adecuados. No quiero decir con esto que los Pactos no fueran útiles. Lo fueron y mucho porque vinieron a jugar el papel de las herramientas de política económica que entonces no teníamos. Recordemos que Ley de Medidas Urgentes de Reforma Fiscal fue aprobada en agosto de 1977 y que, entre otras cosas, introdujo la figura del delito fiscal. En 1978 se crearon el IRPF y el impuesto sobre sociedades. El Estatuto de Autonomía del Banco de España no llegaría hasta 1994. No había instrumentos fiscales ni tampoco se había afilado los mecanismos monetarios para influir sobre la demanda agregada. Además, los Pactos contribuyeron a crear un intangible de gran valor: la confianza entre partidos y agentes sociales para proceder a la construcción de nuestra democracia.

Hoy, a diferencia de entonces, tenemos una democracia consolidada, un sofisticado conjunto de herramientas de política económica y pertenecemos a la Unión Europea. Esto tiene varias consecuencias. A diferencia de 1977, somos una economía abierta que participa en un mercado único. Nuestra tasa de inflación no puede desviarse mucho de la media de la Eurozona. Esto es así porque las empresas deben moderar los precios o la competencia se las lleva por delante. Participamos del Sistema Monetario Europeo y nuestra política monetaria está delegada en el Banco Central Europeo (BCE), cuyo único mandato es la estabilidad de precios. En esta nueva situación económica e institucional, a mi juicio, el peligro de no alcanzar un pacto de rentas no es una espiral inflacionista. El peligro es que el BCE eleve los tipos de referencia de forma insostenible para nuestras empresas, nuestras familias y que crezca peligrosamente la carga de la deuda pública. Un aumento de tipos puede ser muy gravoso para las pequeñas empresas, muy dependientes del crédito bancario, pero también para las grandes, dado que reduce su valor bursátil, dificultando su capacidad de financiación. Los hogares que tengan hipotecas a tipos variables también verán crecer su letra mensual. Como guinda final, un aumento del coste de la deuda pública sin tener unas cuentas públicas holgadas se retroalimenta con un incremento de la prima de riesgo. Es decir, la medicina del BCE trae más inflación de oferta. Adicionalmente, el aumento de tipos provoca la consabida caída en la demanda interna. Las empresas que tengan buenos canales de exportaciones sufrirán menos, pero no es el caso general. Por tanto, el peligro al que nos enfrentamos si la inflación sigue aumentando es caer en una Gran Recesión 2.0.

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El grueso del coste de la Gran Recesión cayó sobre las rentas del trabajo mediante la devaluación interna facilitada por la reforma laboral de 2012. El objetivo era mantener los márgenes de las empresas que estaban atrapadas con un gran endeudamiento, a la vez que los bancos restringían el crédito ofrecido mientras saneaban sus balances. Obrar de la misma manera ahora sería un error. En la situación actual las empresas deben quedarse con su trozo de la patata caliente porque el origen de las dificultades es el peso de la energía de origen fósil en el mix de las empresas y es perentorio avanzar en la transición ecológica. Un pacto de rentas bien articulado debe tener como resultado que rentas de trabajo y excedente bruto de explotación evolucionen en proporciones similares. Pero también debe incentivar a que las empresas inviertan en eficiencia energética. Para eso, como ya hemos explicado en diversos foros, se puede crear un nuevo fondo del Instituto de Crédito Oficial (ICO) para las empresas en dificultades por su factura energética y que inviertan en eficiencia, así como para sostener aquellos expedientes de regulación temporal de empleo (ERTE) que puedan ser necesarios. Este nuevo fondo puede financiarse con una tasa especial sobre los beneficios extraordinarios de las empresas energéticas. Lo ideal sería conseguir la buena disposición de estas empresas para que actúen codo con codo con los ministerios de Hacienda y Economía.

No es sencillo controlar la evolución de los márgenes empresariales. Pero tenemos instrumentos para llevarlo a cabo. Sería deseable la colaboración del Banco de España que, a través de la Central de Información de Riesgos, tiene información muy precisa de la salud de nuestro tejido empresarial. La Agencia Tributaria conoce, trimestre a trimestre, el volumen de ventas, empleo y salarios de las empresas. Finalmente, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia debería supervisar el cumplimiento de las empresas. Por último, el sector público debe vigilar sus cuentas con el ojo puesto en la prima de riesgo. Salarios públicos y pensiones deberían crecer a la misma tasa a la que se pacte la evolución de los salarios privados. Esperemos que todas las partes entiendan la urgencia de acordar los Pactos de la Moncloa 2.0.


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