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tribuna
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Expectativas de concordia

La desclasificación de los secretos de Estado es un derecho democrático de las sociedades desarrolladas. Su regulación permitirá restañar muchas heridas abiertas por la ignorancia y la desmemoria

Ley de secretos oficiales
SR. GARCÍA

La prevista derogación de la preconstitucional Ley de Secretos Oficiales, de prosperar su trámite parlamentario, puede suponer un cardinal punto de inflexión, en clave democrática, en el imaginario colectivo y simbólico de nuestro país. Conviene recordar el origen de aquella norma, la coyuntura en que fue promulgada y columbrar después el presente y su proyección sobre el horizonte político y cultural de la sociedad española.

Del anteproyecto de la norma preconstitucional fue coponente, a partir de 1964 y hasta 1968, Torcuato Fernández Miranda, futuro ministro secretario general del Movimiento, vicepresidente del Gobierno franquista y posterior muñidor del artificio normativo que legalizó el tránsito formal de la dictadura a la democracia. Fue suya la tautológica y ciertamente engañosa frase “de la ley a la ley”. Todo indicaba que las altas esferas del régimen dictatorial, de las que Fernández Miranda formaba parte entrañada, preveían la inexorabilidad de un cambio económico y sociopolítico en España a la muerte de Franco, que contaba a la sazón con 75 años. El Plan de Estabilización de 1959, que puso fin a la autarquía posbélica, era un precedente que preludiaba cambios.

Por ello, las altas instancias del régimen se aprestaron a embridar el escenario del despliegue previsible de los acontecimientos en clave autoritaria y mediante el secreto. Y lo sujetaron con aquel dispositivo legal que sellaba y silenciaba las más importantes cuotas de la actividad estatal y, de hecho, de la historia política —y diplomática— contemporánea en España. Objetivamente, la ley suprimía oficialmente la base factual que permitía responsabilizar al Estado franquista de su conducta punitiva y criminal contra toda oposición política, sindical y cultural durante la prolongada posguerra, cuya duración era entonces de 29 años. Para sorpresa de legisladores de medio mundo, la ley no preveía plazos temporales de desclasificación de los secretos de Estado. Incluso, imponía desconocer lo desconocido de la conducta estatal de la dictadura mediante el secreto perpetuado.

Como especificidad añadida, la Ley de Secretos Oficiales completaba su desarrollo reglamentario con una disposición según la cual, cada departamento ministerial del Gobierno debía dotarse de un negociado propio para acopiar las materias consideradas secretas. El recolector y garante de toda la información secreta acopiada por cada uno de los ministerios gubernamentales sería el segundo jefe del Estado Mayor del Ejército, una evidencia más de la tutela militar sobre los principales cometidos estatales del régimen franquista, que mantenía la plena militarización de servicios secretos, mandos policiales y Guardia Civil.

La norma reguladora de los secretos de Estado surgía en plena impugnación contra el régimen desde las fábricas, las aulas y los barrios —los intensos procesos huelguísticos de los mineros de Asturias databan de 1962—, mientras progresaba in crescendo el enardecimiento de la protesta universitaria y ciudadana contra la dictadura. La contestación política en la calle, procedente del movimiento obrero y del movimiento estudiantil, ambos orientados por el Partido Comunista de España, complementaba la impugnación emprendida intramuros por sectores socialistas, democristianos, nacionalistas, liberales y monárquicos. Ya en 1962, seis años antes de la promulgación de la Ley de Secretos Oficiales en 1968, estos sectores habían planteado un esbozo de programa genérico y alternativo al franquismo suscrito por la oposición exiliada e interior al régimen casi al completo, reunida por vez primera tras el fin de la Guerra Civil, en la ciudad alemana de Múnich. Solo los comunistas fueron excluidos de aquella cita, que el franquismo castigó con deportaciones y multas.

Pero la ley estatal sobre el secreto se promulgaba, además, inmediatamente después de la Ley de Prensa e Imprenta, llamada ley Fraga, en vigor desde 1966, que había suprimido la censura previa de prensa. Pese al amplio poder sancionador del que aún disponía, el régimen temía que el portillo así abierto implicara riesgos, que la Ley de Secretos Oficiales permitiría atajar. Asimismo, la norma salía al paso de las importantes divergencias incubadas en el régimen franquista en torno a la colonia africana de España en Guinea Ecuatorial. El Ministerio de Asuntos Exteriores, cuyo titular era el propagandista católico Fernando María Castiella, preconizaba su inmediata descolonización, frente al todopoderoso almirante Luis Carrero Blanco, mano derecha del dictador, quien, en una maniobra calculada, había instado a convertir las colonias en África en provincias españolas para eludir el imparable proceso descolonizador que Naciones Unidas instaba por doquier. La presión internacional descolonizadora era muy intensa. La solución al hondo diferendo político interno desembocaría en 1971 en la declaración de materia reservada de todo lo concerniente al país africano, incluida la opaca relación histórico-patrimonial mantenida por la Corona con la colonia, cuyos intereses eran gestionados allí por la Armada, de la cual el almirante Carrero era principal exponente político.

En nuestro presente, la Ley de Secretos Oficiales, brevemente reformada en 1978, ha fomentado de hecho el crecimiento de la brecha existente en torno a la memoria, mediante el silenciamiento impuesto sobre nuestra historia común. Tal quiebra ha dado argumentos a quienes airean la dicotomía de las dos Españas, espoleada por la pervivencia de hábitos inquisitoriales no erradicados. Esta cancelación premeditada de la posibilidad de una autoconciencia social plena al respecto del pasado y, asimismo, de la actualidad, difícilmente puede ser separada de una intencionalidad perversa que, de hecho, se proponía mantener a la sociedad española en un limbo de ignorancia e irresponsabilidad.

Qué duda cabe de que existe una utilidad instrumental del secreto vinculada a la seguridad estatal, que merece y exige ser legalmente regulada. Más la ampliación extensiva y descontrolada del secreto hasta ámbitos tan anchos como los comprendidos en esta ley, hoy afortunadamente en trance derogatorio y que, de hecho, cancelaba la realidad misma, fue un síntoma de la condición totalizante para unos, totalitaria para otros, que le caracterizaba.

Todo Estado, por mor de la necesidad de autolegitimación, acostumbra a mostrarse como garante de intereses públicos y privados e impulsor de cohesión social, mientras proclama atener su conducta a la observancia de la ley y de la moral. Sin embargo, muchas prácticas estatales, señaladamente las de los regímenes dictatoriales y autoritarios, vulneran los principios que el Estado proclama y recurren al secreto para ocultar sus transgresiones. Tal fue lo que aquí sucedió y lo que la ley se propuso silenciar.

Haber mantenido inercial y premeditadamente, durante 83 años, la losa del desconocimiento forzoso sobre enormes ámbitos del patrimonio colectivo, informativo, ideopolítico e historicocultural, de los españoles, lejos de amortiguar conflictos internos, los ha avivado. Y lo ha hecho degradando la escena convivencial española y, por ende, la cohesión social. Manifestaciones evidentes de la ignorancia inducida por los secretos de Estado cabe verlas a diario en determinadas bancadas del Parlamento. La desmemoria erosiona la convivencia.

La desclasificación de los secretos de Estado es un derecho democrático de las sociedades desarrolladas para acceder a la conciencia colectiva y a la libre interpretación del pasado y del presente. Por ello, su regulación mediante una ley nueva como la prevista, una vez acordados entre las fuerzas políticas los plazos de revelación, preludiará con certeza una reflexión que permitirá despejar numerosas incógnitas y restañar muchas heridas abiertas por la ignorancia y la desmemoria. Y, sin duda, tras fundamentar el conocimiento sobre nosotros mismos y ampliar la cultura cívica y democrática, abrirá paso a una serie de expectativas de concordia en España, hoy más necesarias que nunca.


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