Nueva ley de secretos
La negociación sobre el anteproyecto de la norma de información clasificada ha de servir para moderar sus aspectos más restrictivos
Cincuenta y cuatro años después de promulgada la Ley de Secretos Oficiales del franquismo, en 1968, el Consejo de Ministros dio el lunes el paso más relevante para terminar con ella. Durante seis años tanto el PSOE como el PP han bloqueado en el Congreso la tramitación de dos proposiciones de ley del PNV en ese sentido. El cambio actual no es ajeno a las consecuencias del caso Pegasus —el propio Sánchez anunció la nueva ley en el pleno que el Congreso dedicó en mayo al espionaje e incidió en ello en el reciente debate del estado de la nación—, pero solo puede ser bienvenido para acabar con un bochornoso anacronismo que sobreprotege a los sucesivos gobiernos democráticos.
El anteproyecto establece por primera vez la caducidad temporal de los secretos de Estado —entre un mínimo de cuatro años y un máximo de 50 para los altos secretos, prorrogable en este caso 15 más— para acabar con el sinsentido de que la reserva de los documentos se pudiese prolongar de forma indefinida salvo que fueran expresamente desclasificados. A falta de conocer en detalle el anteproyecto, ese rango (ampliable) de medio siglo se antoja demasiado largo. Habrá de ser su futura tramitación parlamentaria la que permita negociar primero dentro del Gobierno, y después fuera de él, la revisión de unos plazos que hacen inviable a una generación, o incluso a dos, conocer algo mejor su propio pasado. El mismo PSOE proponía en 2018 horquillas temporales notablemente más cortas.
El Gobierno descarta una desclasificación masiva de los documentos reservados previos a la entrada en vigor de la nueva norma, lo que aboca al riesgo de dejarlos en un limbo legal. Tiene que quedar muy claro el proceso y el calendario para que un ciudadano (sea un historiador, un periodista o un afectado) o un juez puedan acceder a un documento secreto, cuando a menudo se desconoce su misma existencia. Sobre el debate pesan los aspectos más sombríos del final de la dictadura y la Transición, desde la guerra sucia contra ETA al 23-F. Es el momento de abordarlo con rigor, distancia y claridad, para que el pasado no siga sirviendo como munición en las batallas políticas del presente. Dudas más graves deja un régimen sancionador de cuantías muy elevadas (de hasta tres millones de euros) contra la difusión “por cualquier medio” de material clasificado, lo que incluiría con ese redactado a los medios de comunicación.
Aunque baste con una mayoría simple, la aprobación de la ley debería lograr un amplio acuerdo parlamentario. El Gobierno ha asegurado que lo buscará, si bien ya ha chocado con las reticencias de sus aliados parlamentarios, especialmente por los dilatados plazos, y de la oposición. El trámite que ahora comienza deberá servir para conciliar la protección de la seguridad nacional con la imprescindible transparencia en la actuación de los poderes públicos: mejorarla para el presente no exime de extenderla al pasado por razones estrictamente democráticas.
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