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Columna
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Las palabras delinquen

El mundo se ha vuelto más complejo y contradictorio que nunca, por eso la clarificación de algunos límites resulta imprescindible en el ecosistema

Alex Jones
Portada de la cuenta de Twitter del programa de Alex Jones.ERIC BARADAT (AFP)
David Trueba

La condena al locutor influyente Alex Jones confirma que uno de los límites a la libertad de expresión es el nada difuso concepto de la verdad. Cuando corrió a difundir la versión de que los niños muertos en el asalto armado a la escuela de Sandy Hook formaban parte de una escenificación teatral para promover la prohibición de portar armas, quebró uno de esos fundamentales límites entre el derecho a decir lo que quieres y la difusión de una mentira. En este caso, los padres afectados por aquella matanza que se llevó la vida de 27 personas demandaron al locutor por el descrédito a su dolor, por el irracional empeño en humillarlos negando el asesinato de sus hijos, y han logrado que un tribunal multe al popular informador. Los mecanismos de rectificación y confirmación de hechos quedan desvencijados ante la oleada de transgresiones a la verdad que se expanden sin bandera. De ahí que las víctimas de las mentiras tengan que acudir a los tribunales en lugar de buscar una rectificación como sucedía en la mayoría de los casos que salpicaban a medios de comunicación con algo de responsabilidad y prestigio.

Al mismo tiempo, amparados en ese batiburrillo generado de profesionalidad y agitación, algunos empresarios y personajes relevantes recurren a presentar demandas millonarias contra periodistas y medios de comunicación para tratar de frenar cualquier investigación sobre sus actividades, presentándose como víctimas de una prensa sin control. Los llamados SLAPP, siglas en inglés que corresponden a “pleitos estratégicos contra la participación pública”, se han venido a unir a los versículos más turbios de la llamada ley mordaza. Y así se revuelve lo decente con lo oportunista y nos encontramos en un estado de ánimo que confunde más que esclarece. En relación con el hábito de la desinformación, se confundió la protesta del músico Neil Young contra Spotify por promocionar el canal de Joe Rogan con otros episodios de lo conocido como cancelación. Sin embargo, su denuncia estaba muy lejos en la intención de cualquier censura moral. Más bien lo que perseguían él y los músicos que se unieron a su fracasada petición era algo muy similar a los que han dictaminado los jueces en este caso, sencillamente demarcar con claridad las diferencias entre la verdad y la mentira.

La investigación en torno a Alex Jones, al que Joe Rogan sirvió de altavoz con ocasión de su negacionismo de la matanza de Sandy Hook, ha revelado además un entramado de ingeniería recaudatoria a través de estas publicaciones disfrazadas de alternativas, piratas o libertarias. La sentencia señala, como apuntó Young en su alegato, que la mentira no era un recurso descerebrado y fantasioso, sino que respondía a intereses lucrativos, vertebrado en un esmerado mecanismo para enriquecerse mientras se desinforma. El propio Alex Jones para defender a Rogan acusó a Neil Young de tener relación con Charles Manson y ser satánico, lo cual demuestra una conjunción de intereses esclarecedora. Ambos defiende con uñas y dientes el negocio de la mentira calculada y teledirigida frente a cualquier atisbo de control. Sucede a menudo, los criminales se refugian en los derechos civiles para golpear. Todo malvado precisa de un parapeto protector. El mundo se ha vuelto más complejo y contradictorio que nunca, por eso la clarificación de algunos límites resulta imprescindible en el ecosistema.

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