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Salvar a los políticos

Quienes se dedican a la política no son todos iguales, porque tampoco los demás somos todos iguales. ¿O acaso queremos que nos juzguen a bulto?

José Antonio Griñán y Manuel Chaves
Los expresidentes andaluces Manuel Chaves (izquierda) y José Antonio Griñán, en noviembre de 2018 durante el juicio del 'caso ERE', en la Audiencia de Sevilla.Raúl Caro (EFE)
David Trueba

La última condena a políticos favorece a quienes expanden el desprestigio de la profesión. Hace poco, se le dio demasiada importancia a que alguien conocido afirmara en una entrevista que estaba hasta las narices de los políticos. Debería haberse tratado como una reacción natural, pero tan intrascendente como cuando alguien dice en pleno verano que está harto del calor o a mitad de Liga que está hastiado del fútbol. Son alaridos de cansancio que, en el fondo, podrían resumirse con un estoy harto de mí mismo. Entre otras cosas porque la política no es una atmósfera artificial, sino la condición en que nos movemos y respiramos en el ámbito colectivo. Si el oficio de político se ha desprestigiado es por el poco empeño ciudadano en reconocerlos cuando algo funciona bien, supera el abandono u oferta amparo social. La retahíla de gestos banales para que los políticos se bajen el sueldo o renuncien al aforamiento viene a completar un discurso algo facilón que ha desembocado en que las mentes claras eludan esa dedicación. Entre los planes personales, ahora mismo la política ocupa un lugar poco destacado. Eso ha llenado el oficio de mucha mediocridad y, peor aún, de personas que apenas cuentan con otro medio de ganarse la vida fuera de la representación pública. En esto, como en casi todo, la culpa es de doble corriente: tan desmoralizador ha sido el descrédito que le otorgan los ciudadanos como algunas de sus maneras de comportarse. Sin salir de los ERE andaluces, poco se ha escuchado a los más de 6.000 trabajadores que cobraron su prejubilación gracias a ese plan de la Junta ahora sentenciado. Si fallaron los controles y la supervisión no fue por tanto un fallo del oficio político, sino de las personas encargadas de la gestión.

El desprestigio de los políticos nace en el propio trato que se dan entre ellos. Ojo a ese delirio faltón en que han caído. Pero miremos a los jueces; ahí se produce una autoprotección corporativa excesiva, pues los ciudadanos perciben maniobras orquestadas con un tufo político desmesurado que nadie denuncia desde dentro. Los ciudadanos han concluido que la justicia también depende del cristal con que se instruye. Y la prensa, otro mecanismo de control político, tampoco atraviesa su mejor momento, teñida de los encuentros y desencuentros que inciden no ya sobre el trato de un suceso, sino sobre la fabricación particular de una noticia falsa. En los tres casos, la honestidad personal es el pilar de contención en un mundo de presiones, urgencias, manipulaciones y medidores subjetivos. Pero en la esfera pública no podrá jamás juzgarse con solidez la honestidad personal, pues hace referencia a la sinceridad íntima. Incluso ese concepto tan manido de la ejemplaridad necesita de un presumido y de un crédulo para funcionar cosméticamente.

Por lo tanto, ¿dónde narices estamos? La crisis de la democracia no conviene asociarla al interesado escándalo por la falta de pureza de sus protagonistas. Bien lo sabe el ciudadano que defrauda en su baja médica, su declaración de renta o su chanchullo sin factura y luego se hincha en soflamas críticas. Solo quien entiende que de su conducta personal se deriva todo un dominó colectivo acierta en la actitud. Salvar a los políticos consiste en distinguir entre ellos y sus acciones. No son todos iguales, porque tampoco nosotros somos todos iguales. ¿O acaso queremos que nos juzguen a bulto?

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