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columna
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

‘Lobby’ a la gente

Las revelaciones sobre el ‘caso Uber’ vuelven a extender esa duda razonable de que la presión del dinero tiene más importancia en las decisiones políticas que el bien común

Uber
Un cliente busca coches disponibles en la aplicación de Uber.
David Trueba

La definición del lobby en política proviene de la presión sobre los lores británicos, que se ejercía en el vestíbulo central del Palacio de Westminster. En Estados Unidos hacía referencia al lobby del hotel Willard, situado cerca del Congreso en Washington, y que servía para que los grupos de presión rindieran a los políticos a sus intereses particulares. La expresión hizo fortuna y no hay político que no se enfrente al lobby feroz. A raíz de las revelaciones publicadas sobre el acoso de Uber al sistema democrático, se ha vuelto a extender esa duda razonable por la cual algunos ciudadanos piensan que la presión del dinero tiene más importancia en las decisiones políticas que el bien común. Tonto sería resolverlo con un brindis por la pureza o una impugnación general del ejercicio político. Cuando Uber se lanzó a conquistar no tanto los cielos como los carriles taxi, supo ver una brecha de oportunidad. No había nadie que no hubiera tenido una experiencia problemática o sufrido una larga espera para tomar un taxi. Por lo tanto, la memoria colectiva permitía un ejercicio crítico. La habilidad fue combinarlo con la pura presión antirregulatoria.

Según los documentos filtrados, el acceso a representantes políticos fue continuo. Se perfilaron aquellos que eran partidarios de romper el servicio público del taxi. No faltan candidatos para ello, pues en la corriente neoliberal cualquier concesión a lo regulado se considera una derrota. Incluso un partido patriótico español llegó a proponer la privatización de las pensiones, como se practica la privatización de la sanidad y la educación sin que nadie arrugue una ceja. La presión a los jueces, la búsqueda de su descrédito, la anulación de las opiniones discordantes y la seducción de las instituciones reguladoras forma parte de esa extensión del poder que caracteriza a los nuevos monopolios tecnológicos. Nadie debería confundirlos con oscuros cenáculos de ricachones con puro, son más bien jóvenes voraces con el móvil en la mano, zapatillas de marca, sudadera cuca y zumos bio. Cambia el decorado y el vestuario, pero el argumento de la película siempre es el mismo.

Sería bueno echar un ojo a la hemeroteca en el tiempo en que el acoso al taxi alcanzó su cenit popular. Fueron pocos los que se resistieron a la ola de la falsa modernización. Tanto es así que realmente, si fuéramos sinceros, reconoceríamos que Uber lo que logró es corregir a la gente en su forma de pensar hasta adecuarla exactamente al modelo de monetización que ellos concebían. Mayoritariamente, los ciudadanos eligieron perjudicarse a sí mismos y con ello completaron ese estudio psicosocial que apunta a que el peor enemigo de los derechos suelen ser sus propios beneficiarios. El taxi resistió donde se rindieron otros colectivos devorados por las plataformas privadas y demostró de nuevo, durante la pandemia, que los servicios públicos cobran sentido bajo la regulación, el control de precios y la solidaridad colectiva. Estas semanas hemos sabido que la Comunidad de Madrid ha desplazado los 50.000 euros que destinaba para servicio de taxi a sanitarios y los ha convertido en millón y medio de euros pero esta vez gestionados por una contrata privada de vehículos con conductor. Todo parece lo mismo, pero no lo es. ¿Cuál es el truco? Lograr que la gente piense según intereses ajenos. En eso consiste ejercer de lobby.

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