El eterno retorno de lo mismo
El informe de la Comisión de la Verdad de Colombia será incómodo durante mucho tiempo, pero puede ser ese lugar de encuentro del país consigo mismo, donde confrontemos nuestra inhumanidad y sintamos vergüenza
Lo que está pasando en Colombia no había pasado nunca; al mismo tiempo, lo hemos visto antes. Eso es lo que he pensado desde el martes 28 de junio, cuando la Comisión de la Verdad presentó a la sociedad colombiana las primeras 1.500 páginas de su informe sobre nuestro conflicto. La Comisión fue creada por los Acuerdos de Paz entre el Gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC, pero su alcance va mucho más allá de las dos partes negociadoras. Desde el año 2018 han cruzado el país entero, hablando con todo el que tenga algo que decir sobre esta guerra que ha dado forma a nuestras vidas durante seis décadas, de exguerrilleros a policías, de líderes sociales a expresidentes, de las víctimas de todas las violencias a los victimarios todos que las causaron. Es posible que sea el mayor esfuerzo que se ha hecho jamás por contar la enormidad de un conflicto como el nuestro, establecer por qué ha ocurrido y dar recomendaciones para que no vuelva a ocurrir. Pero nada, absolutamente nada, garantiza que todos los colombianos estén dispuestos a escuchar lo que el informe dice.
Los que estábamos allí, en el Teatro Jorge Eliécer Gaitán, lo intuimos desde el principio: cuando el padre Francisco de Roux, que ha presidido la comisión desde la autoridad de toda una vida dedicada a quienes han sufrido la guerra, anunció que el presidente Iván Duque se había excusado y no asistiría a la ceremonia. De cierta forma, la ausencia de Duque era predecible: su partido ha deslegitimado desde siempre todo lo relacionado con estas negociaciones de paz, y orquestó durante años la campaña grosera de mentiras y calumnias que condujo al rechazo de los acuerdos en el plebiscito nefasto de 2016. Pero incluso así resultó sorprendente que el presidente de este país roto, este país que todos los días hace intentos por dejar la guerra atrás, se fuera a Lisboa para recibir un premio de la National Geographic. No es la primera vez que el presidente hace el ridículo a nivel internacional, pero esta vez se notó más, porque Duque se las arregló para desairar al mismo tiempo a las 400 víctimas presentes en la platea del teatro y a los miles que esas víctimas representaban.
De manera que es posible, y aun probable, que este esfuerzo descomunal de memoria y de investigación se diluya en el mar de prejuicios de quienes prefieren cubrirse los ojos o achacarle todo —el informe, sus resultados aterradores, su retrato lamentable de nuestras carencias— a una conspiración de la izquierda. Cualquiera que se asome a las páginas del informe tendrá que enfrentarse a la realidad de nuestra crueldad y nuestra barbarie, y a la otra realidad, más perturbadora, de que esa barbarie y esa crueldad no vinieron solo desde un enemigo claramente identificado: son producto de una mentalidad de guerra y de una triste incapacidad para reconocer el sufrimiento ajeno. En un ensayo de Todorov encontré recientemente estas palabras de Nelson Mandela: “Todos nosotros, como nación que acaba de encontrarse a sí misma, compartimos la vergüenza por la capacidad de los seres humanos de cualquier raza o grupo lingüístico de ser inhumanos con otros seres humanos”. Creo que este informe final puede ser, para Colombia, ese lugar de encuentro del país consigo mismo, ese lugar en que confrontemos nuestra inhumanidad y sintamos vergüenza.
Pues eso es lo que hay allí, en sus páginas, para todo el que quiera leerlas y no simplemente hablar de oídas. Ahí están los horrores cometidos por las FARC, desde sus cilindros-bomba (como el que mató en una iglesia a decenas de familiares de uno de los comisionados) a sus 20.000 secuestros infames, que son en el informe la prueba principal de su inhumanidad y su degradación; ahí están los horrores del paramilitarismo, cifrados en masacres donde el ensañamiento parecía no tener más causa que ver sufrir y en los hornos crematorios del norte de Santander, donde los paramilitares desaparecían los cuerpos de sus víctimas; ahí están, finalmente, los miles de civiles inocentes asesinados por soldados del ejército para hacerlos pasar por bajas guerrilleras. Todo esto aparece en las 900 páginas de Hallazgos y recomendaciones, uno de los 10 documentos que harán parte del informe. Sospecho que los colombianos nacidos dentro del conflicto, los que hemos vivido siempre con la costumbre del horror, leeremos el documento con una sensación de incredulidad y a la vez de reconocimiento.
Pero no sé cuántos nos demos cuenta de que todo esto, como sugería la primera línea de esta columna, parece estar pasando por primera vez, pero al mismo tiempo tiene algo de déjà vu. Pues un documento parecido se había hecho ya en nuestra historia: se llamó La violencia en Colombia y trató de dar cuenta, en dos gruesos volúmenes, de las causas de aquella guerra partidista que en una década mal contada, de 1948 a 1956, nos dejó unos 300.000 muertos. Los autores de aquel análisis eran un sacerdote, monseñor Guzmán Campos, y dos sociólogos, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna. Su investigación fue tildada de izquierdista y sesgada; tras la publicación del libro, Guzmán recibió tantos ataques y presiones que tuvo que exiliarse en México. La tabla de contenido es por lo menos inquietante. “Factores socio-jurídicos de la impunidad”, se lee allí, mientras en el informe de la semana pasada se lee “La impunidad como factor de persistencia”. En ambos documentos hay entradas sobre violencia sexuales; lo que es terror en uno es sadismo en otro.
La violencia en Colombia se publicó en 1962: es decir, dos años antes del comienzo oficial de la guerra entre el Estado y las FARC. Es fácil y muy triste interpretar la historia colombiana en esta clave: dos años después de publicado el informe que trataba de establecer las causas de una década de violencia asesina, comenzaba la guerra asesina de cinco décadas, cuyas causas trata de establecer el informe publicado hace 10 días. Queda el observador disculpado si ve en nuestra historia una violencia persistente, invulnerable al paso del tiempo, que tan solo cambia de actores y de modos de financiación y de pretextos ideológicos, pero que en el fondo responde a fuerzas más profundas. Eso es, entre muchas otras cosas, lo que se pregunta la Comisión de la Verdad: ¿por qué? ¿Por qué hemos sido incapaces de romper los ciclos de la violencia? ¿De dónde sale la misteriosa capacidad de nuestra violencia para reinventarse?
El informe, que voy leyendo poco a poco, será un documento incómodo durante mucho tiempo. Pero es un error ver en él solamente lo que puede lograr en el futuro, pues buena parte de sus logros ya ocurrieron: en los espacios de diálogo que se han abierto para que en ellos se encuentren los que antes se mataban, en las mesas desde las cuales los victimarios de todos los lados han puesto nombre a sus crímenes y pedido perdón a sus víctimas. Colombia ha sido con demasiada frecuencia un país donde se prefiere no sacudir demasiado los hechos del pasado, no vaya a ser que vuelvan los fantasmas. El informe quiere proponer la idea de que recordar —recordarlo todo y recordarlo con precisión— es la única forma de sanar las heridas. A ver si no nos vemos obligados, dentro de 60 años, a escribir otro informe final.
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