Aquí limitamos el Parlamento, no la inviolabilidad del Rey
La posibilidad de acotar la protección legal del Monarca puede desprenderse tanto de la literalidad de la Constitución como de su interpretación según principios constitucionales. Pero, en todo caso, parece lógico que lo debata el Congreso
La Mesa del Congreso ha rechazado tramitar una propuesta del PNV para limitar la inviolabilidad del Rey, mediante la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ). Esta crítica decisión plantea dos cuestiones muy relevantes para el Estado de derecho: primero, si el órgano de gobierno de una Cámara puede hurtar a los representantes de la ciudadanía la posibilidad de debatir una reforma legal con el pretexto de su inconstitucionalidad; segundo, si cabe hoy día una inviolabilidad universal del Monarca que abrace tanto al ámbito privado como al del ejercicio de su cargo.
La primera cuestión, el alcance de las funciones de calificación y admisión a trámite de iniciativas parlamentarias por parte de las Mesas parlamentarias no es inédita, pero ha aflorado con crudeza a raíz de la reciente doctrina del Constitucional sobre la tramitación por el Parlamento de Cataluña de algunas iniciativas conectadas con el proceso soberanista, y al parecer se ha extendido como la pólvora a la praxis del Congreso de los Diputados con la inadmisión en términos absolutos de algunas proposiciones de ley en los últimos tiempos. En suma, el Constitucional ha esgrimido recientemente que, en casos excepcionales, las Mesas pueden inadmitir las propuestas cuya contradicción con el derecho o con la Constitución sean palmarias. Si bien, otras de sus sentencias han matizado que se trataría de las iniciativas que “de forma manifiesta desobedezca[n] una decisión de este tribunal”, para el caso de que los miembros de la Mesa sean conscientes de incumplir el deber de acatar lo resuelto por el tribunal. Pero no parece que ninguno de estos supuestos pueda aplicarse a la iniciativa del PNV, que, como mucho, puede proyectar alguna sombra de duda.
La decisión de la Mesa del Congreso no sólo introduce un elemento de complejidad en la labor de los miembros de las Mesas, compelidos ahora a realizar un contraste de constitucionalidad bajo la apariencia de juicio técnico, aunque no sean juristas, sino que también es terreno abonado para un ejercicio abusivo de la mayoría, que puede llegar a impedir que tan solo se debata la toma en consideración de una iniciativa de las minorías, algo cuya competencia debe corresponder al pleno. Además, tal decisión desconoce deliberadamente que el contenido de una iniciativa puede variar durante su tramitación a través de enmiendas, o ser rechazada de plano por el estricto juego de las mayorías y, por supuesto, expulsada del ordenamiento por el propio Constitucional una vez aprobada.
El propio alto tribunal ha juzgado de “evolutiva” su doctrina en esta materia. Y desconcertante, debería añadirse. Desde mediados de los años noventa vino defendiendo de forma constante que la potestad calificadora de las Mesas debía limitarse a la mera comprobación de los requisitos formales exigidos reglamentariamente (STC 95/1994, 124/1995, 38/1999, 40/2003, 208/2003 y 10/2016, entre otras), poniendo de relieve que el debate en el pleno de la Cámara cumple una importante función representativa y que esto debe permitir a los parlamentarios defender o rechazar las iniciativas, o discutir incluso sobre su adecuación al orden constitucional, permitiendo a los ciudadanos conocer la opinión y decisión de sus representantes sobre una cuestión determinada, aparte de significar, y ello es relevante, que dentro del núcleo de la función representativa del diputado no se halla subsumido un supuesto “derecho fundamental a la constitucionalidad” de las iniciativas parlamentarias.
La segunda de las cuestiones se refiere a la posibilidad de reformar el artículo 55.bis de la LOPJ con el fin de que las salas de lo Civil y de lo Penal del Supremo puedan intervenir en acciones dirigidas contra el Rey en los actos no sometidos a refrendo y que no tengan relación con las funciones institucionales de jefe del Estado. No es nada nuevo. De hecho, en la hemeroteca constan informaciones que apuntan que Felipe VI habría estado pensando en renunciar a la misma inviolabilidad que exoneró a su padre. O que el Gobierno de Pedro Sánchez, que ahora se hace el desapegado en esta cuestión, dispone de informes jurídicos que aconsejan limitar ese privilegio sin tocar la Constitución. En agosto de 2020, en pleno escándalo por las cuentas de Juan Carlos en paraísos fiscales y por su fuga al extranjero, el secretario de Transparencia y Democracia Participativa de la ejecutiva federal del PSOE, Odón Elorza, aseguró que si Felipe VI no renunciaba a este privilegio, el Parlamento terminaría tomando la iniciativa, sin concretar cuál. No en vano, se trata de un privilegio exorbitante en el contexto de un Estado liberal y democrático, pues elimina cualquier tipo de responsabilidad pública y privada, y que tiene su origen en la poliarquía medieval, cuando la Monarquía emanaba de la voluntad divina y no podía concebirse que los reyes hiciesen nada malo (rex non potest peccare). Si bien, hay que admitir que ha pervivido en la práctica totalidad de monarquías parlamentarias, como en el artículo 56.3 de la Constitución de 1978: “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”.
La relación del Gobierno con la reforma de la Constitución es un tanto complicada: tan pronto nos dice que quiere modificarla para desterrar la expresión “disminuido” para referirse a las personas con discapacidad (art. 49), como se olvida de ello. Claro está que retocar el Título II sobre la Corona supone un procedimiento agravado que la dificulta en extremo. Es fácil suponer que la oposición de PP y Vox impediría alcanzar los dos tercios necesarios. A menos que la pidiera el propio Monarca, claro está. Esto bastaría para que la reforma tuviera un alcance tan fulminante como la petición de la troika a Zapatero para modificar el artículo 135 de la Constitución en 2011, en plena crisis financiera. Con todo, es algo improbable. El Rey y los partidos dinásticos saben que abrir ese debate sería el preámbulo de un amplio cuestionamiento político y social de la forma de gobierno en España.
Ahí es donde adquiere protagonismo precisamente la posibilidad de acotar la inviolabilidad vía la modificación de la LOPJ. Además, como se recordará, esta norma ya se retocó en julio de 2014, pero en el sentido contrario: para aforar a partir de la abdicación a los reyes eméritos, a la reina Letizia y a la princesa de Asturias, y para que cualquier causa que deban afrontar se dirima en el Supremo y no en los tribunales ordinarios. Según mi parecer, la posibilidad de limitar la inviolabilidad real puede desprenderse tanto de la literalidad de la Constitución como de su interpretación conforme a principios y valores igualmente constitucionales como la justicia e igualdad, además de que las normas deben interpretarse de acuerdo con la realidad del tiempo en que deben aplicarse. Por eso mismo, la inviolabilidad debería cubrir a lo sumo los actos propios de la competencia del Monarca como la sanción y promulgación de las leyes, la disolución de las Cortes o la convocatoria de elecciones, actos que siempre son refrendados por el presidente del Gobierno o los ministros, que son por ello mismo los responsables. Defraudar a Hacienda o blanquear capitales, pongamos por caso, no parece que tenga demasiado que ver con esto. Pero, en todo caso, parece lógico que lo debata el Parlamento, el único con legitimidad democrática directa para actualizar la voluntad constituyente.
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