Guillermo
Por miedo a la decepción, hace décadas que no me acercaba al personaje, pero ahora con ‘Guillermo el suertudo’, he vuelto a disfrutar con mis viejos amigos y a ser un proscrito más
El humor es el ingrediente más inestable de la literatura. Para funcionar depende siempre de lo circunstancial, hábitos, modas, juegos de palabras, personajes públicos (es decir, efímeros), sucesos, creencias... El paso del tiempo (aunque sea poco) y los desplazamientos geográficos (basta un simple cambio de vecindario) apagan su chisporroteo. Para que nos riamos o sonriamos siquiera con Aristófanes, Plauto o el Quijote hacen falta juegos malabares de los traductores y abundantes notas a pie de página; para que nos conmuevan hasta el terror o las lágrimas Edipo y Macbeth sólo hace falta que los expongamos pulcramente. Siendo así, ¿cómo puede ser que vuelvan a divertirme las peripecias de Guillermo Brown que leí por primera vez hace 65 años en una época que poco tiene que ver con esta, ambientadas en una Inglaterra recién acabada la segunda gran guerra, donde no existía la televisión y aún existía la familia, con niños audazmente traviesos e inocentes y pequeñas moradas unifamiliares que conservaban cobertizo y perro? Por miedo a la decepción, hace décadas que no me acercaba a Guillermo y los Proscritos pero ahora, aprovechando la aparición de Guillermo el suertudo (Espuela de Plata), un inédito con las insustituibles ilustraciones de Thomas Henry, he vuelto a disfrutar con mis viejos amigos y a ser un proscrito más (eso nunca he dejado de serlo). Las correrías de Guillermo no son pedagógicas ni edificantes pero sí profundamente educativas: refuerzan en sus lectores (más si son jóvenes... como yo) el apetito inmoderado de vivir, la única virtud realmente imprescindible para un ser moral. Richmal Crompton, autora del personaje, cultivó con maestría los dos géneros ingleses por excelencia: el humor y el terror. Sus cuentos de miedo son buenos, como tantos; pero por mucho tiempo que pase no olvidaremos a Guillermo Brown.
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