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Columna
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La Ciudad de la Luz

Por más que algunos se empeñen en combatir con armas y vallados, control de seguridad y peajes, no hay paz social sin búsqueda de la igualdad

Dos policías, a las puertas del estadio de Saint-Denis (Francia).
Dos policías, a las puertas del estadio de Saint-Denis (Francia).Jean-Francois Badias (AP)
David Trueba

Según cita Maxim Ósipov en uno de sus cuentos, fue el maestro Capablanca, aquel llamado el Mozart del Ajedrez o la Máquina del Ajedrez, quien dijo algo bien interesante: la seguridad en tus propias fuerzas se alcanza tras duraderas y constantes victorias. Esta máxima podría aplicarse al Real Madrid o a Nadal tras sus espectaculares triunfos en esta temporada. No hay que dejarse caer en la pasión del seguidor, que todo lo justifica, ni en el escepticismo del lírico, que todo lo adorna de magia y trascendencia. Ganan porque han ganado tantas veces que su fe en la victoria es más fuerte que la de sus rivales, por bien que jueguen. ¿Cómo se combate eso? Pues con una cosa tan sencilla y tan complicada a la vez como aprender a ganar. Ambas victorias sucedieron en París, la Ciudad de la Luz. Pero hoy la luz que aporta París al mundo es mucho menos poética pero muchísimo más esclarecedora. ¿Qué está pasando? La final de fútbol celebrada en la capital francesa, más que fiesta fue un calvario para los seguidores. Hubo incidentes en los accesos al estadio y quizá la gran suerte para todos es que no tuviéramos que lamentar víctimas mortales, más allá de los robos, las palizas y la lamentable organización de la seguridad y el transporte para un evento así.

Últimamente, de Francia no nos llegan instantáneas de alta costura, sino esos feos chalecos amarillos reflectantes. Apenas ninguna lección de maneras, sino violencia y resentimiento callejero. El estadio de Saint Denis, pomposamente llamado el Estadio de Francia, a veces parece un casino montado entre chabolas. En los tiempos mágicos de Los Angeles Lakers, su cancha estaba situada en el barrio de Inglewood, uno de los más peligrosos de la ciudad. Durante los años ochenta y noventa una de las pesadillas recurrentes era imaginar que tu coche se estropeaba en las cercanías del fórum. Hasta se hicieron películas con ese miedo. Luego se optó por trasladarlo, pero Los Ángeles siempre fue el primer experimento mundial en desigualdad. Por más que algunos se empeñen en combatir con armas y vallados, control de seguridad y barras de peaje, no hay paz social sin búsqueda de la igualdad. Estados Unidos lleva décadas fantaseando con que las guerras las pelea fuera, cuando las tiene dentro, y con salvaguardarse del Tercer Mundo, cuando lo lleva instalado en su vientre. La última matanza de niños de nueve años tiroteados a bocajarro en su cole, algo que no se vería jamás ni en la peor guerra del planeta, no les lleva más que a reiterar que la libertad para ellos consiste en morir con la pistola en la mano. Su experimento es un fracaso.

¿Podría llegar a suceder esto en Europa? Esa es la luz que París acaba de lanzar hacia el continente. Si la mitad de tu electorado se revuelve contra los procedentes del extranjero, los culpa de la degradación y los condena a la marginación, es normal que lo que esos ciudadanos les devuelvan resentimiento, desprecio y amenaza. Todo eso se convocó en Saint Denis, porque París ha alcanzado un porcentaje de desigualdad entre barrios que supera el 40%, según los últimos estudios. La reacción a todo esto por ahora no pasa más que por un tosco reflujo de intolerancia y la nostálgica añoranza del pasado colonial. Un desastre mental que ha comprado un porcentaje alto de su población, incapaces de escuchar el segundo y tercer elemento de su tríada invencible: libertad, igualdad, fraternidad.

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