Herencias y guarderías
El impuesto de Sucesiones lejos de desaparecer debería resignificarse, especialmente por el daño que su eliminación supondría para la legitimación del sistema fiscal en su conjunto
El fin del Antiguo Régimen estuvo repleto de debates apasionantes en torno a los conceptos de justicia y progresividad fiscal. Aunque sólo algunos fructificaron, el cambio experimentado fue enorme. Se pasó de una sociedad en la que no tributaban los más poderosos a otra en la que todos debían hacerlo, de acuerdo con la capacidad de pago de cada individuo y no en función del estamento social al que uno perteneciese. Sin ese cambio no habrían nacido ni las democracias liberales, ni el Estado social, ni el capitalismo que conocemos.
En los archivos de la Asamblea Nacional francesa queda constancia de una propuesta original e inspiradora sobre la fiscalidad de las herencias que defendió el sieur Lacoste en 1792 y que menciona el economista Thomas Piketty en su obra Capital e ideología, publicada en 2019.
Concretamente, en el caso de fortunas superiores a tres millones de libras tornesas (unas 1.500 veces la riqueza media por adulto en la Francia de la época), Lacoste proponía añadir dos partijas adicionales al número real de herederos, en una suerte de herederos ficticios. Es decir, si hubiera por ejemplo tres herederos, el capital debía dividirse en cinco partes: tres partes irían directamente a los interesados y las otras dos a la hacienda pública. A menor capital, menor debía ser el número de partijas a añadir, de acuerdo con una tabla que, por construcción, era fiscalmente progresiva. Así, para un capital de 50.000 libras (unas 25 veces la riqueza media por adulto) se debía añadir media partija adicional.
La propuesta nunca fue adoptada, pero la idea que subyace no es en absoluto absurda, ni está muy lejos de lo que hoy entendemos por herencia universal.
El impuesto de Sucesiones es singularmente impopular. Está ligado al fallecimiento de un familiar próximo y, a menudo, a bienes con los que tenemos una relación afectiva. No es raro, además, que los herederos se encuentren frente a un problema de liquidez: se necesita disponer, en el momento del deceso, de una cierta cantidad de efectivo para acceder a un incremento patrimonial que “nos es debido”.
A esto se suma, en el caso de España, que el impuesto es muy heterogéneo entre comunidades autónomas. Unas lo bonifican hasta prácticamente hacerlo desaparecer, mientras que otras lo mantienen con distintas tarifas y deducciones, lo que en ocasiones puede alimentar un sentimiento de injusticia entre territorios.
Se trata de un impuesto obsoleto y desactualizado que, a pesar de no afectar al común de las herencias entre padres e hijos de las clases medias y populares, genera un rechazo atávico. El miedo a “perder en el futuro una parte de lo que es de uno” interroga particularmente a una generación de jóvenes que, ante la dureza con la que son tratados por el mercado laboral e inmobiliario, confía en que el legado de las generaciones precedentes pueda contribuir a paliar sus aspiraciones materiales no satisfechas.
Consciente de todo lo anterior, la derecha más conservadora ha hecho bandera de la supresión de este impuesto con una narrativa basada en el esfuerzo que ojalá fuera cierta, pero olvidando que en España más del 50% de las grandes fortunas no son fruto de ningún mérito particular, sino de haber nacido azarosamente en un tiempo, lugar y entorno social determinado, y que buena parte de las restantes fortunas están relacionadas con un capital social y relacional caído del cielo. Léanse a este respecto los informes del Peterson Institute for International Economics (2016) o el más reciente del Future Policy Lab (2022).
Lejos de desaparecer, el impuesto de Sucesiones debería resignificarse. Y no tanto porque ponga en riesgo la sostenibilidad de las cuentas públicas, que no lo hace (aunque 2.300 millones de euros —dato de 2019— no es una recaudación desdeñable), sino sobre todo por el daño que su desaparición supondría a la legitimación del sistema fiscal en su conjunto. ¿Cómo van a aceptar las clases medias y populares, especialmente los más jóvenes, la carga fiscal que les corresponde en el resto de las figuras tributarias si eximimos a los grandes patrimonios de una contribución que debería serles específica? ¿Qué concepto tenemos de la justicia fiscal?
La supresión de este impuesto conllevaría, asimismo, la desaparición de una fuente de información muy valiosa: para muchas otras políticas públicas, es necesario saber quién es rico o pobre por naturaleza, y en qué medida. La finalidad última de algunos de los que preconizan la supresión del impuesto de sucesiones es esa (incluso más que el ahorro tributario en sí mismo): que cuanto menos información exista sobre el patrimonio y las herencias, mejor. Porque lo que no se conoce, no existe. Y de ahí a los paraísos fiscales.
La sociedad española es solidaria con las personas mayores: pensiones, dependencia, sanidad, transporte. Habla bien del país en que vivimos. Todos queremos sentirnos protegidos en una etapa de la vida en la que somos particularmente vulnerables. La pregunta es por qué no fortalecer esa cohesión social y cerrar el círculo de la solidaridad entre generaciones institucionalizando un mecanismo de distribución del capital que complemente, en sentido inverso, esos flujos de renta.
La recaudación actual del impuesto de Sucesiones no es suficiente para poner en marcha un sistema de herencia universal. Y no se dan, ahora mismo, las condiciones para una iniciativa de este tipo: elevado déficit estructural, reforma fiscal postergada, ausencia de consenso político, etc. Pero es algo que acabará formando parte de la agenda política, tanto por razones de equidad como por motivos de eficiencia: la acumulación de capital poco productivo o improductivo en las sociedades más envejecidas es un freno al crecimiento de la economía. La circulación del capital terminará siendo un problema al que habrá que dar respuesta y los jóvenes tendrán mucho que decir en esto.
Sin embargo, no debería ser imposible darle ya un nuevo sentido al impuesto de Sucesiones, por ejemplo, reemplazándolo por una contribución solidaria intergeneracional que respete los principios fiscales de generalidad, igualdad y progresividad, con un trato favorable al patrimonio tipo de las clases medias y populares, a la vivienda principal y a la transmisión de las empresas familiares (a través de un mínimo exento representativo u otras soluciones equitativas). El término “contribución” no es un eufemismo: a diferencia de lo que ocurre con los impuestos, que alimentan la hacienda pública sin destino particular, su recaudación podría estar directamente afectada al cuidado y la educación de los cero a los tres años, de acuerdo con criterios de renta. Porque a esa edad nace la desigualdad más injusta, la que no tiene que ver con el esfuerzo. Porque en ese momento se dispara la brecha de género en el mercado laboral. Y porque no hay hilo más fuerte con el que coser una sociedad que el nexo entre los abuelos que se van y los nietos que vienen.
España tiene una de las mayores esperanzas de vida del mundo y una de las menores tasas de natalidad. Entre un sistema de guardería universal, llamémosle así, o seguir ahondando en las bonificaciones autonómicas a las grandes fortunas, la elección debería hacerse sola. No es la única opción imaginable. Los recursos están, solo hay que ir un paso más allá de lo que ya planteó sieur Lacoste hace más de dos siglos.
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