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Tribuna
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Bolsillo contra impuestos: menos bienestar, más desigualdad

El Estado tiene que ser transparente y eficiente, y la ciudadanía estar cada vez más informada y ser exigente con el uso del presupuesto común

Impuestos
DIEGO MIR

Para una parte creciente de la población española resulta difícil, si no imposible, llegar a fin de mes, pese a tener un empleo remunerado, o incluso más de uno. Al mismo tiempo, la concentración de la riqueza en una parte cada vez más minúscula de la población avanza imparablemente, como denuncian los recientes informes sobre desigualdad elaborados por Cáritas, Intermón Oxfam y otras organizaciones.

Frente a esta situación, desde sectores más desahogados económica y socialmente se nos ofrece una visión del futuro que pone el acento en el bienestar subjetivo, en las percepciones y aspiraciones individuales, el ocio y hacer lo que se desea en cada momento. Según esta lógica individualista, donde mejor estaría el dinero de los impuestos es en los bolsillos de los particulares. Sin embargo, para la parte de la población que no llega a fin de mes, sus aspiraciones estarían probablemente más cerca de lo que la Organización Internacional del Trabajo (OIT) define como tener un trabajo decente con un salario digno, que permita llevar una vida con libertad, igualdad y seguridad. Pero tener un trabajo decente no es fácil de alcanzar y, para quienes sufren discriminación, como un gran número de mujeres, es bastante complicado.

Para acceder a un empleo y salario dignos, la mayoría de las mujeres, que son las responsables casi exclusivas de las tareas de cuidados, necesitan contar con una oferta pública de servicios de educación, salud y cuidados gratuitos o a precios asequibles, y de calidad, que las apoyen en estas tareas y les permitan disponer de tiempo para el empleo. En la España de hoy el 22,8% de las mujeres ocupadas tienen jornada parcial, y en el 46,9% de los casos ello se debe a que no se pueden costear el servicio de guardería. Difícilmente podrían hacerlo cuando el salario anual más frecuente entre las mujeres se queda en 13.514,8 euros (el 73% del más frecuente entre los hombres, 18.506,8 euros). Bienestar es también, para las mujeres, vivir en entornos seguros, libres de acoso sexual y de violencia de género.

Equiparar, por tanto, el acceso a los servicios que financiamos con nuestros impuestos con el efecto de ese mismo dinero en nuestros bolsillos resulta tramposo si no se considera el elevado precio de las guarderías y colegios privados, los seguros médicos, la seguridad privada o la atención a la dependencia en un país que será el más envejecido del mundo en 2050, con un 40% de su población mayor de 60 años. En este sentido, las mujeres son las primeras interesadas en que el Estado provea servicios públicos de calidad, de los que dependen no solo sus posibilidades de desempeñar un trabajo digno, sino también su bienestar y el de sus familias.

Nuestras economías se benefician, además, de que las mujeres tengan un empleo remunerado, porque, si no lo tienen o no pueden trabajar suficientes horas, el PIB crece menos de lo que podría crecer si estuvieran empleadas. Distintos estudios del FMI y la OCDE estiman que, si la tasa de empleo femenina se equiparase a la masculina, el PIB podría aumentar en porcentajes del 4%-5% para los países más avanzados, como Canadá o Japón, y el 30% para los menos desarrollados. Según los cálculos del Women in Work Index 2022 de PWC, si en España aumentara la tasa de empleo femenina actual (69%) hasta el nivel de Suecia (80%), el PIB de nuestro país aumentaría un 14% anual. De manera que, aunque parezca que reducir gasto público en servicios de cuidados constituye un ahorro eficaz, ya que las mujeres realizan esas tareas de forma gratuita en sus hogares, en realidad estamos haciendo un mal uso de nuestras capacidades productivas. Y la eventual mejora del bolsillo familiar es a costa de menores ingresos de las mujeres y menos PIB.

Los cada vez más exiguos Estados del bienestar no son los Reyes Magos ni cuentan con una varita mágica. Si pueden atender a estas necesidades es porque recaudan impuestos, que permiten financiar servicios a los que la inmensa mayoría de la gente no podría hacer frente con su renta disponible —ingresos corrientes y ahorros— aunque pagara menos impuestos. Así lo ilustra un reciente estudio de Fedea, según el cual el saldo de la intervención pública para los hogares en riesgo de pobreza representa un 59,1 % de su renta bruta para los sustentados por mujeres y un 44,9% para los sustentados por hombres; asimismo, las prestaciones en especie en sanidad y educación agregan una reducción de la tasa de pobreza de 6,7 puntos en España.

Esto lo hemos aprendido de Europa, que es la Europa de los impuestos. La asistencia sanitaria a la población afectada por la covid-19, la vacunación masiva que nos permite convivir con la infección, las ayudas a trabajadores y empresas afectados, todos estos elementos esenciales para nuestro bienestar, no los provee el mercado. Los fondos Next Generation y todas las ayudas que recibimos de la Unión Europea para la recuperación tras la crisis sanitaria y económica se nutren de las aportaciones que hacen los Estados miembros a los presupuestos de la Unión, a partir de los impuestos que pagamos cada ciudadana y cada ciudadano europeos en nuestros respectivos países, configurando un enorme sistema de solidaridad. Detrás de los impuestos hay una cultura de la interdependencia. El Estado, al redistribuir y generar abrigo a los que menos tienen, construye el pacto social basado en el bienestar y la seguridad colectivos, requisito para la seguridad individual. Europa se ha construido como el mejor continente del mundo porque nuestra seguridad depende de la seguridad de los demás.

No debemos olvidar, por otra parte, que los servicios que provee el Estado también benefician a las empresas. Estas necesitan que la población trabajadora posea un buen nivel educativo y capacidad de adaptación a las necesidades del sistema productivo, lo que se garantiza mediante la educación pública, repositorio básico del capital humano de cada país. Lo importante no es que haya unas cuantas individualidades excepcionales, genios y genias con niveles de formación y capacidades muy altos, o unas pequeñas élites ilustradas. Para ser prósperos, los países necesitan que el nivel educativo medio sea elevado. También necesitan que los trabajadores estén sanos y cuando enfermen sean atendidos a costa del erario. Asimismo, si queremos ser competitivos, necesitamos un Estado emprendedor, porque no hay beneficio privado que no se sostenga sobre la inversión pública. Menos impuestos es menos apoyo a las pymes y a los territorios menos favorecidos. Incluso la caridad —cristiana o laica— tampoco puede sustituir a lo público. Menos impuestos implican menor apoyo a las organizaciones que crean escudo social, como Cáritas, Cruz Roja y tantas ONG que pueden realizar su valiosa tarea gracias al 0,7% del IRPF que se destina a este propósito.

Si menos recaudación no implica más bienestar, tampoco más recaudación mejora automáticamente el bienestar si no se gestiona mejor. El Estado ha de ser transparente y eficiente, y la ciudadanía cada vez más informada y exigente con el uso del presupuesto común. Se trata de mejorar —o reinventar— el Estado, no de eliminarlo. El debate sobre los impuestos, su cuantía, origen, destino y administración es, en realidad, el gran debate sobre la sociedad que queremos.


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