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Para qué se pagan impuestos

El objetivo de un sistema impositivo no debe ser redistribuir ‘per se’, sino financiar un buen diseño institucional y proveer de forma pública aquellos bienes y servicios que necesita una sociedad

Tribuna Díaz 27/5/22
RAQUEL MARÍN

El debate actual sobre fiscalidad está polarizado entre quienes creen que los impuestos destruyen riqueza y aquellos que creen que hay que aumentar los impuestos (sobre las personas físicas, en particular) para luchar contra la desigualdad. Los primeros usan la curva de Laffer para defender siempre, en cualquier circunstancia, una bajada impositiva. Olvidan (o ignoran) que la curva de Laffer tiene una forma de U invertida: es decir, que incluso los economistas neoclásicos admiten que existe un nivel impositivo óptimo (que está muy lejos de cero). Bajar constantemente los impuestos es perjudicial para la economía por dos razones. O porque se deja de financiar bienes públicos esenciales para el buen funcionamiento de la economía o porque se financian con deuda pública (es decir, el Estado se compromete a poner en el bolsillo de algunos la recaudación impositiva futura, con intereses, a cambio de que financien los gastos presentes), incluso cuando la economía no crece lo suficiente como para absorber la carga de intereses, trasladando a las generaciones futuras el coste de su incapacidad/indolencia/ignorancia para explicar a los votantes la importancia de financiar la provisión de bienes públicos con impuestos. Los segundos olvidan que la desigualdad no es el problema en sí, sino un síntoma del estado de salud de una economía. Diseñar un sistema impositivo con el único objetivo de redistribuir rentas es una receta para la desafección institucional y solo anima a la elusión fiscal. El objetivo de un sistema impositivo no debe ser redistribuir per se, sino financiar un buen diseño institucional y proveer de forma pública aquellos bienes y servicios que o bien es óptimo que se provean públicamente o, simplemente, el sector privado no puede producirlos. Ocurre, además, que un buen diseño institucional y una gestión eficaz de bienes y servicios públicos traen múltiples beneficios sociales, refuerzan la cohesión social, dotan de agilidad al ascensor social y aumentan la productividad de nuestra economía. Si todos estos efectos benéficos suceden a la vez la desigualdad deja de ser un síntoma de un mal funcionamiento de la economía para ser un reflejo de la diversidad y libertad de una sociedad. Es difícil observar una desigualdad rampante en una sociedad en la que los impuestos están bien diseñados y financian los servicios públicos adecuados. Para el buen diseño de un sistema impositivo (que no solo implica cuánto pagar sino cómo distribuir la carga) hay que identificar, primero, qué ganamos cuando el sector público produce ciertos bienes y servicios.

Ya nos lo dice la Teoría Económica: cuanto menor es la competencia en el mercado de un bien o servicio (ya sea por estructuras de monopolio o por problemas de información asimétrica), o cuanto mayores son las externalidades asociadas a un bien o servicio, más espacio hay para que sea óptima la provisión pública o alguna forma de regulación. Estos son el caso de la educación y la sanidad, que sufren importantes problemas de información asimétrica: un desaprensivo podría vendernos unos contendidos educativos deficientes, porque es difícil que quien tiene que educarse sepa exactamente cómo y en qué. Me educaré más y mejor, y seré más productiva, con lo que contribuiré más a mi bienestar y al de la sociedad, si, a pesar de no ser rica, tengo acceso a un buen sistema educativo público —a precios públicos—, y si vivo más para rentabilizar el esfuerzo que haré en educarme, algo a lo que un buen sistema público de salud —a precios públicos—, debería contribuir. De igual manera, tenemos sanidad pública no solo porque nos duela que las familias con menos recursos tengan peor salud. Lo hacemos porque sabemos que los sistemas de seguro privado limitan el acceso, o directamente excluyen, a las personas con menos recursos. Y la salud tiene externalidades enormes. Por eso, por ejemplo, las vacunas se financian con impuestos. Por eso las PCR debían tener el precio controlado y debía vigilarse la competencia en su distribución.

Pero, además, el Estado produce bienes y servicios para hacer frente a todas aquellas contingencias a las que el mercado no puede ni sabe hacer frente. El Estado es el mutualizador de riesgos de último recurso. Los bienes y servicios públicos tienen esa función. Su existencia garantiza un funcionamiento fluido de la economía. Pongamos el ejemplo de la pandemia que hemos sufrido. La dureza del confinamiento que vivimos en 2020 y su coste económico se deben, en gran medida, a la incapacidad de nuestro sistema sanitario para atender a todos los enfermos y rastrear contagios. El trade-off negativo entre salud y economía fue tanto mayor cuanto menor era la capacidad de la sanidad pública para tratar a todos los enfermos. Además, la covid-19 es una contingencia que nadie había previsto. Ninguna empresa había hecho una provisión de fondos para hacer frente a los pagos en medio de un confinamiento general. Y aunque los efectos económicos de la covid-19 no se distribuyen uniformemente entre sectores y regiones (pensemos en las plataformas digitales que han multiplicado su negocio), las empresas no han desarrollado un sistema para mutualizar el riesgo covid entre ellas. No pueden. Por eso el Estado ha desarrollado los ERTE y los préstamos ICO. Para hacer la mutualización de riesgos que el mercado no puede hacer. En concreto, para evitar el despido de trabajadores necesarios tras la crisis y la bancarrota de empresas productivas que pueden no tener el colchón financiero de las grandes. De rondón, ERTE e ICO sirven para paliar uno de los efectos económicos más perniciosos de la covid-19: la destrucción de la competencia. Hay que desarrollar el marco institucional para que ERTE e ICO puedan seguir cumpliendo su función y lo hagan de manera eficiente. Pero esta función debe manejarse con cuidado: mutualizar es lo opuesto a socializar pérdidas. El Estado (nuestros impuestos) no está para socializar las pérdidas ni siquiera de los que, con buena fe, han tenido mala suerte y, desde luego, no las de aquellos que confunden la economía de mercado con un casino. Socializar pérdidas crea incentivos perversos al entorpecer la función del mercado, que debe ser premiar a los más productivos con más beneficios. Este papel de mutualizador de riesgos de último recurso puede incluso llevar, en el corto plazo, a rebajas fiscales que ayuden a las empresas y las familias a sortear el golpe del aumento drástico de los precios energéticos cuando tienen poco margen para cambiar su mix energético. De igual manera que ERTE y avales ICO, esta política tener una fecha de caducidad clara para no socializar pérdidas y ni perder pulso en la transición energética que tenemos pendiente.

Por último, solo el Estado puede soportar los enormes riesgos que conlleva la investigación básica. El diseño de su financiación debe tener en cuenta su función social y, por ello, la investigación básica no puede vivir de espaldas al mercado y a la sociedad que disfruta del buen funcionamiento de este. El Estado es el gran emprendedor que produce la investigación sobre la que se desarrollan multitud de innovaciones empresariales. La investigación básica financiada con impuestos trajo Internet, el GPS, las vacunas contra la covid-19. La provisión pública de investigación básica es esencial para aumentar la productividad de nuestra economía y el crecimiento potencial de nuestras economías. Esto, a su vez, redundará en un crecimiento económico que beneficie a toda la sociedad. Por último, el liderazgo público es esencial para llevar a cabo la transformación digital de nuestras empresas y la transición ecológica. Solo el Estado puede coordinar a toda la sociedad para enfrentar estos retos con éxito.

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