Los riesgos de la inflación
El ciclo alcista de los precios puede durar todavía meses e invalidar los buenos datos que ofrece la economía española


La existencia de indicadores netamente positivos en España en términos de crecimiento económico, calidad de empleo o reducción del paro no puede borrar el mapa inquietante que dibuja el inmediato futuro. El mundo se adentra en una zona de turbulencia con altos datos de inflación en muchas importantes economías, y una elevada inflación ha sido siempre un factor de fuerte desestabilización social y política. La doble crisis de la pandemia y de la guerra de Rusia en Ucrania ha desencadenado un conjunto de elementos que fomenta ahora el ciclo alcista de precios. Estados Unidos y la Unión Europea registran tasas desconocidas en décadas; países como Brasil o Rusia están instalados en cifras de doble dígito y algunas economías, como las de Turquía o Argentina, se mueven directamente en niveles desbocados.
La tentación catastrofista no está justificada, pero sería un grave error subestimar los riesgos. Hasta que se consiga embridar, la escalada inflacionista tiende a producir una erosión del poder adquisitivo que afecta con especial gravedad a los ciudadanos más pobres y con menos defensas, ya castigados por el calvario de la crisis pandémica cuando aún no había llegado una recuperación suficiente de la Gran Recesión. La inevitable racha de subidas de tipos de interés por parte de los bancos centrales provocará un enfriamiento de las economías y eso conducirá, en algunos casos, a una fase de recesión. Muchos países emergentes están expuestos a alteraciones en los flujos inversores y en la estabilidad de sus divisas, con graves problemas para satisfacer sus deudas dolarizadas.
El escenario presenta zonas de sombra también en el interior de la UE. Entre los problemas de fondo está el hecho de que una parte de la inflación es importada y procede de la escalada de precios de la energía y los alimentos: en ese terreno, no hay solución inmediata a través de políticas monetarias internas. La tensión entre socios también puede reaparecer ante propuestas de aumento de tipos de interés que respondan a distintas realidades nacionales.
En este contexto, España afronta las nuevas turbulencias con datos esperanzadores. El mercado de trabajo emite síntomas positivos después de una reforma laboral que reduce las tasas de temporalidad. La acentuada contracción que había sufrido el PIB en el inicio de la pandemia —por encima de la media de los socios europeos— se ha corregido en los últimos trimestres con un ritmo de crecimiento más sólido que el de la mayoría de las economías de la zona euro. Pero sería un error minimizar la tormenta que se vislumbra en el horizonte. Cada alegría por un nuevo afiliado a la Seguridad Social no disipa el disgusto de millones de asalariados que ven ya considerablemente erosionado su poder adquisitivo en un país que no brilla por el alto nivel de sus nóminas. La disposición clara del Gobierno a amortiguar el golpe para los más desfavorecidos debe acentuarse con medidas de carácter progresivo y no generalistas. Estas últimas resultan en última instancia regresivas, al beneficiar por igual a unas rentas bajas que las necesitan con urgencia y a las rentas altas que pueden prescindir de bonificaciones como la de la gasolina.
La mayoría de las instituciones y expertos creen que la crisis inflacionista no será tan grave como la de los años setenta e irá remitiendo en los próximos meses. Pero sus efectos ya están aquí, el daño es real e inmediato y todo ello sucede en un contexto de sociedades muy cansadas, en un terreno abonado para las pulsiones nacionalpopulistas y en un contexto geopolítico sacudido por la invasión de Ucrania y fuera del control de las clásicas herramientas monetarias. Todas son razones suficientes para no dejar que las buenas noticias banalicen las amenazas de futuro.
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