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No es un artículo agradable

A veces aparecen en la vida males leves y momentáneos que cumplen una misión preciosa: la de ser víspera del momento en que los pierdas de vista

Tres personas descansan en un banco en un parque de Madrid.
Tres personas descansan en un banco en un parque de Madrid.Eduardo Parra (Europa Press)
Manuel Jabois

Desde hace dos meses, cada vez que me despierto, voy al espejo con una mezcla de terror y curiosidad. Terror al principio, cuando empezó; curiosidad ahora, cuando veo que no termina. Se trata de una especie de dermatitis, un aviso divertidísimo del cuerpo sobre mi estado mental que se encapricha a discreción con mi cara (nunca sé por dónde se va a extender, aunque tiene zonas predilectas) y mi cabeza (aquí sí: se ha cebado con ella entera). No es nuevo: yo siento que estoy bien y mi organismo me lo discute cebándose conmigo, aunque nunca tan salvajemente como ahora. Y hago, como es natural, todo lo contravenido: rascarme con violencia hasta hacerme sangre, levantar postillas, juguetear todo el rato con los bultos hasta que empieza el cosquilleo que exige empezar a arañarme. No es un artículo agradable, y de hecho estaba escribiendo otro hasta que me di cuenta de por qué: para poder separarme de la gente (estoy en la entrega de los premios Ortega y Gasset de Periodismo en Valencia), buscar una calle poco transitada y dedicarme a lo que me pide el cuerpo, que no es escribir sino aliviar este picor infame que no resuelven los psicólogos ni los dermatólogos; que ni siquiera resuelve, como me prometieron todos, el tiempo.

Con las semanas he ido adquiriendo manías de yonqui, como irme a alguna esquina apartada, o encerrarme en el baño, a disfrutar de ese placer tan básico, primario y animal de rascar cuando pica. Y he superado el impacto inicial, cuando había días en los que directamente, tras una noche de trabajo o una agenda enloquecida, no podía salir de casa por tener la cara reventada. Es un drama pequeño y visual que no he querido que se prolongara porque, como me temía, he empezado a convivir con él con pasión masoquista. Tal y como me ocurrió de pequeño con los complejos, que en lugar de exterminarlos los incorporé como algo imprescindible, y de mayor con las inseguridades, hasta el punto de no entenderme sin ellas. El placer infantil de separar la costra de la piel necesita, antes, herida. Yo no voy a decir que lo pase bien, y que no espero el día en que esto desaparezca, pero sí que he encontrado el modo de sacarle placer, de crear unas reglas entre la enfermedad y yo que ha convertido esta relación dolorosa en una complicidad tóxica: adivino qué día va a aparecer con más violencia, calculo cuánto tiempo puedo aguantar sin tocarme la cara, sospecho las noticias que la hacen emerger, los excesos que la agitan, la paz casera y feliz, la paz de escritura y lectura que la amansa.

Me pasa con estas erupciones lo que me pasa con ciertas personas y ciertos lugares, con ciertos recuerdos y ciertas mentiras con las que uno convive sin terminar de extinguirlas por incompetencia o falta de voluntad: que hasta que desaparezcan de mi vida son imprescindibles en ella, que produce placer tenerlas cerca y acariciarlas, hacerlas estallar para ver cómo se regeneran y de nuevo arrancarlas; apartarse de los demás para hacerlo en soledad, como domesticar un dolor hasta que el dolor sea indistinguible de ti, y no te reconozcas sin él. A veces aparecen en tu vida males leves y momentáneos que cumplen una misión preciosa, la de ser víspera del momento en que los pierdas de vista. Como cuando estás sentado al sol, se sienta un gilipollas a tu lado y, al irse, dan ganas de montar una fiesta. Así es esta enfermedad, con el defecto de que a veces desfigura y la ventaja de que no habla.

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Sobre la firma

Manuel Jabois
Es de Sanxenxo (Pontevedra) y aprendió el oficio de escribir en el periodismo local gracias a Diario de Pontevedra. Ha trabajado en El Mundo y Onda Cero. Colabora a diario en la Cadena Ser. Su última novela es 'Mirafiori' (2023). En EL PAÍS firma reportajes, crónicas, entrevistas y columnas.

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