No es un artículo agradable
A veces aparecen en la vida males leves y momentáneos que cumplen una misión preciosa: la de ser víspera del momento en que los pierdas de vista
Desde hace dos meses, cada vez que me despierto, voy al espejo con una mezcla de terror y curiosidad. Terror al principio, cuando empezó; curiosidad ahora, cuando veo que no termina. Se trata de una especie de dermatitis, un aviso divertidísimo del cuerpo sobre mi estado mental que se encapricha a discreción con mi cara (nunca sé por dónde se va a extender, aunque tiene zonas predilectas) y mi cabeza (aquí sí: se ha cebado con ella entera). No es nuevo: yo siento que estoy bien y mi organismo me lo discute cebándose conmigo, aunque nunca tan salvajemente como ahora. Y hago, como es natural, todo lo contravenido: rascarme con violencia hasta hacerme sangre, levantar postillas, juguetear todo el rato con los bultos hasta que empieza el cosquilleo que exige empezar a arañarme. No es un artículo agradable, y de hecho estaba escribiendo otro hasta que me di cuenta de por qué: para poder separarme de la gente (estoy en la entrega de los premios Ortega y Gasset de Periodismo en Valencia), buscar una calle poco transitada y dedicarme a lo que me pide el cuerpo, que no es escribir sino aliviar este picor infame que no resuelven los psicólogos ni los dermatólogos; que ni siquiera resuelve, como me prometieron todos, el tiempo.
Con las semanas he ido adquiriendo manías de yonqui, como irme a alguna esquina apartada, o encerrarme en el baño, a disfrutar de ese placer tan básico, primario y animal de rascar cuando pica. Y he superado el impacto inicial, cuando había días en los que directamente, tras una noche de trabajo o una agenda enloquecida, no podía salir de casa por tener la cara reventada. Es un drama pequeño y visual que no he querido que se prolongara porque, como me temía, he empezado a convivir con él con pasión masoquista. Tal y como me ocurrió de pequeño con los complejos, que en lugar de exterminarlos los incorporé como algo imprescindible, y de mayor con las inseguridades, hasta el punto de no entenderme sin ellas. El placer infantil de separar la costra de la piel necesita, antes, herida. Yo no voy a decir que lo pase bien, y que no espero el día en que esto desaparezca, pero sí que he encontrado el modo de sacarle placer, de crear unas reglas entre la enfermedad y yo que ha convertido esta relación dolorosa en una complicidad tóxica: adivino qué día va a aparecer con más violencia, calculo cuánto tiempo puedo aguantar sin tocarme la cara, sospecho las noticias que la hacen emerger, los excesos que la agitan, la paz casera y feliz, la paz de escritura y lectura que la amansa.
Me pasa con estas erupciones lo que me pasa con ciertas personas y ciertos lugares, con ciertos recuerdos y ciertas mentiras con las que uno convive sin terminar de extinguirlas por incompetencia o falta de voluntad: que hasta que desaparezcan de mi vida son imprescindibles en ella, que produce placer tenerlas cerca y acariciarlas, hacerlas estallar para ver cómo se regeneran y de nuevo arrancarlas; apartarse de los demás para hacerlo en soledad, como domesticar un dolor hasta que el dolor sea indistinguible de ti, y no te reconozcas sin él. A veces aparecen en tu vida males leves y momentáneos que cumplen una misión preciosa, la de ser víspera del momento en que los pierdas de vista. Como cuando estás sentado al sol, se sienta un gilipollas a tu lado y, al irse, dan ganas de montar una fiesta. Así es esta enfermedad, con el defecto de que a veces desfigura y la ventaja de que no habla.
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