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Tribuna
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El retorno del rey Juan Carlos

La situación personal del monarca emérito merece ser tratada como un asunto de Estado. Con un poco de perspectiva histórica, también la sociedad española será juzgada por su gestión de este molestísimo asunto

El retorno del rey Juan Carlos. PEDRO CRUZ VILLALÓN
EULOGIA MERLE
Pedro Cruz Villalón

El rey Juan Carlos, el emérito, ha dado fin a su breve retorno a España, haciendo posible que el acontecimiento sea analizado en algunas de sus dimensiones. Posiblemente, lo primero a señalar es que el suceso ha tenido lugar rodeado de la falta de profesionalidad que con frecuencia caracteriza a nuestra vida política. Una visita que debiera haber estado programada al milímetro se ha producido sembrada de lagunas e imprevisiones. No es cuestión de dilucidar a quién deba imputarse esta imprevisión, pero resulta casi inocente considerar que se trata de un evento de carácter privado y alcance puramente familiar. Muy al contrario, mientras no haya clara conciencia de que estamos tratando de una auténtica personalidad histórica en lo que a nuestro país se refiere, de quien fue un elemento decisivo de nuestra Transición política, no seremos capaces de afrontar como una sociedad madura la dificultad en la que nos ha situado el cúmulo de cosas mal hechas que, como particular, nuestro rey emérito tiene en su haber.

Así, por concretar, se ha permitido que se le pongan a tiro los profesionales de la información, por lo demás en el legítimo ejercicio de su trabajo, de forma que ha sido posible lanzarle a bocajarro la preguntita, así sin más, de si tenía previsto “dar explicaciones”, con la consiguiente respuesta tan espontánea como desastrosa. Y justo ahí se enganchan las reacciones de los responsables políticos, los lamentos por no haber habido “explicaciones”: como si tuviéramos claro qué “explicaciones” se piden. Porque si de lo que se trata es de un nuevo “lo siento” musitado al paso, eso es tan fácil como fuera de la circunstancia. Y si de verdaderas explicaciones se trata, eso es tan complicado que casi mejor dejarlo. Porque, para empezar, bien complicado resulta explicar las razones de su salida de España hace dos veranos, al igual que las de su opción por un emirato de Oriente Próximo como lugar de residencia.

De modo que este retorno ha dejado ya un marcado mal sabor de boca. Con el agravante de que se trata de una primera ocasión a la que seguirían otras, incluso inminentes, y sin que se deba excluir el definitivo regreso a España. Es en este punto cuando conviene deshacer un equívoco: un rey que abdica, y no precisamente por pura generosidad, un rey ya no reinante que sale del país en medio de una descomunal cortina de humo no puede hacer el regreso a su país simplemente porque, en este preciso momento, no tenga cuenta pendiente alguna con la justicia: primero, porque en su caso el tema de tener o no “cuentas con la justicia” presenta los matices que todos sabemos. Pero, sobre todo, porque por desgracia tiene otro tipo de cuentas pendientes, y que son precisamente con su país. Qué duda cabe de que esto último se encontraba implícito en la preguntita de marras.

Todo esto hace que la situación personal del rey emérito merezca ser tratada como un asunto de Estado, es decir, como una cuestión situada por encima de la política del día a día. Con un poco de perspectiva histórica, aunque sin dramatizar, también a esta sociedad nuestra se la juzgará por cómo ha gestionado este molestísimo asunto. Como no es cosa sencilla, puede ser oportuno señalar algunas de las opciones posibles, o más exactamente las posibles y las que no lo son.

Partimos de que el propio Juan Carlos habría podido llegar espontáneamente a la convicción de que, en las circunstancias dadas, había decaído, en términos por así decir cívicos, en su derecho a regresar a su país: ciertamente con la salvedad de imperiosas razones familiares, o por motivos pura y sencillamente humanitarios. Los hechos demuestran que esto no ha sido así, de tal manera que la cuestión ahora es cómo se gestiona la voluntad y propósito del rey emérito de repetir estas visitas o incluso su apenas velada intención de regresar establemente a España en un futuro pendiente de concreción. Ante esto, se plantea la cuestión de hacerle ver que estos propósitos no se encuentran sometidos a su exclusiva libertad de criterio: por muy rey que haya sido, o precisamente por eso.

Por tanto, hay una primera opción consistente en transmitirle que, hoy por hoy, debe renunciar a los señalados planes de regreso. Pero todo esto no puede tratarse como un puro asunto de familia ante el que todos resulten ser meros espectadores o, como mucho, opinadores. En todo caso, si este fuera el acuerdo, la garantía de su seguridad personal, entre otros extremos, debiera organizarse con toda transparencia, de tal modo que no sea objeto recurrente de debate.

Alternativamente, su eventual regreso con carácter permanente, si así se acordara, debiera tener unas determinadas condiciones. Con ello volvemos al tratamiento de la cuestión como un asunto de Estado, del que los puntales básicos del consenso constitucional no podrían sustraerse sin responsabilidad alguna. Hay espacio para concretar los términos de un acuerdo que permitan una vuelta a casa del rey Juan Carlos extramuros de la diatriba política. Otros con más experiencia política podrían determinar qué es lo que más conviene. Dicho esto, sería perfectamente legítimo plantear su renuncia al título de rey que el legislador le mantuvo en 2014 a título honorífico con ocasión de su abdicación, y precisamente como parte de un pacto de Estado. No hace falta argumentar que las circunstancias han cambiado desde entonces.

No voy a suscitar, para no reabrir polémicas, el tema de la renuncia expresa a sus derechos hereditarios, más allá de su evidente falta de trascendencia práctica. Más me interesa terminar señalando lo que me parece que no es una opción. En las actuales circunstancias no es opción, sino pura especulación, la reforma del Título de la Constitución dedicado a la Corona, singularmente en punto a la cualidad de inviolable de la persona del rey. Tampoco lo es, sin que sea el momento de entrar en el detalle, la puesta en pie de una ley orgánica entendida como una especie de estatuto general de la Corona, cosa de la que la Constitución no habla. Por supuesto, hay perfectísimo derecho a mantener el debate sobre todos estos extremos, pero este no es el problema que tenemos aquí y ahora. Más en concreto, sin restar legitimidad a la operación política de mezclar ambos problemas, más nos valdría mantenerlos separados.

Por fin, no es una opción, por más que paradójicamente sea la que tenga más visos de prosperar, la de seguir trampeando indefinidamente con la delicada cuestión que nos ocupa. Mantener este asunto situado en la pura improvisación, o peor, en la diatriba política del día a día puede tener la muy discutible ventaja de que, entre unos y otros, se acabe relegando el tratamiento de cuestiones en las que el debate político, precisamente porque no son cuestiones de Estado, es necesario y urgente. Pero no es una opción para una sociedad madura, en particular, una sociedad consciente de su más reciente historia y de lo que ha sido su trayectoria de décadas en términos de sociedad libre y democrática: precisamente en respuesta al espectáculo de tanto patrimonio colectivo tan irresponsablemente dilapidado.

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