¿De qué?
Una cosa es acabar como impune y otra ser de veras inocente. Juan Carlos I juega de modo interesado a ese equívoco. La exhibición de decisionismo en su visita prueba que no le importa la grave erosión institucional que está causando
La corrupción ejercida desde el vértice del poder no es un invento propio de Juan Carlos I, e incluso tiene ilustres antecedentes. En la trayectoria seguida por la Revolución Francesa, sobre todo a partir de Termidor, no solo encontramos un impulso nacional romántico, victorias militares y guillotinas, sino también ansias de enriquecimiento personal, que una veces daban lugar a matrimonios ventajosos —el de José Bonaparte con Julie Clary, de rica familia comerciante— y otras a un aprovechamiento despiadado de las negociaciones diplomáticas para cobrar sumas enormes del vencido en la guerra, que paga por mejorar sus condiciones. Ejemplo: los dos millones de libras que percibe el mismo José Bonaparte por la paz de Luneville.
Desde que se convierte en primer cónsul, en 1799, el escenario europeo se convierte en una fuente de grandes ingresos que los Bonaparte, y en el fondo a gran escala Talleyrand, obtienen mediante el ejercicio de una auténtica depredación. En sus memorias, Luciano Bonaparte nos cuenta el negocio que le supuso la embajada en Madrid de 1801, partiendo de 27 cuadros del Casón del Retiro. Por algo en la guerra de las Naranjas lo primero que hace el ministro portugués es proponerle una paz pagada con la entrega masiva de diamantes de Brasil. Ante la tentación acaba cediendo a regañadientes incluso Napoleón, aceptando la paz por la entrega a su persona de 10 millones de libras.
Hay algo, no obstante, que singulariza a esta forma de corrupción posrevolucionaria. A excepción de Luciano, que prefiere retirarse con las ganancias, resulta compatible con una vinculación estrecha a los intereses nacionales de Francia. Es vista por los propios protagonistas como el pago por un acto de servicio, no como la aceptación de un soborno que llevara a vulnerar el compromiso de lealtad con la nación. La situación es bien diferente en la Monarquía española de la misma época: las aspiraciones personales se imponen a los intereses del país, por la simple razón de que estos nunca son tenidos en cuenta por los titulares del poder en el caso de oponerse a aquellas. Observación: de nada valdría resucitar esa circunstancia si no se hubiese constituido después en una tradición dinástica cuyos ecos alcanzan a la crisis actual de la institución. Para sorpresa general, el simpático y campechano Juan Carlos I, con especial énfasis en esta visita, nos descubre que ese distanciamiento radical entre rey y sociedad está ahí. ¿De qué va a dar explicaciones?, se pregunta en la frase más representativa de las pronunciadas en Sanxenxo.
Es la extraña sensación que experimenta el lector de los documentos del reinado de Carlos IV. En palabras de la reina María Luisa, ella, Godoy y el rey constituían una Santísima Trinidad que imperaba sobre la Tierra, un mundo cerrado de intereses, pasiones y afectos que para nada debía contaminarse con el mundo real de los españoles. Vivían en sí y para sí, y el único papel de los vasallos era como sirvientes. De plantear algún problema de orden, represión; de verse sumidos en el hambre, era preciso cuidar de que por su atención no fueran afectados los recursos de Palacio. El reino es patrimonio personal de los monarcas: “Nos quitan tal isla”, “conservamos Olivenza”. De ahí que antes de la entrevista de Bayona, en 1808, María Luisa se lo ofrezca a Napoleón con tal de que proteja a su favorito.
Con rasgos menos pintorescos, esa disociación persistirá en los reinados de Fernando VII, Isabel II, hasta ese monarca feliz, autoritario y despreocupado que fue Alfonso XIII, a quien Juan Carlos admira sinceramente. La única excepción fue la regente Cristina de Habsburgo, viuda de Alfonso XII, una nieta de la emperatriz María Teresa totalmente alejada del arquetipo borbónico. A la luz de su intervención constitucionalista del 3 de octubre frente a la independencia catalana, Felipe VI despunta como segunda excepción, si se lo permiten, claro.
En Juan Carlos I, hoy rey honorífico, que no emérito —y esto tiene mucha importancia—, cuenta obviamente la trayectoria de rey corrupto, que ahora se intenta encubrir desde la derecha, como si hubiera sido un hábil comisionista que trajo grandes inversiones, sobre todo de países árabes, y que lógicamente se ganó su parte. Incluso en estas medias verdades se incluye la supuesta cantidad obtenida por sus buenos oficios, aunque no las cifras de la comisión. La objeción principal reside aquí en la carga de corrupción, por encima de la persona, que introduce tal comportamiento en las relaciones financieras del Estado. Y su valor de ejemplo, claramente visible en la fraudulenta aventura especulativa de su yerno Urdangarin (con su hija Cristina). Desconocemos la extensión del círculo de especuladores beneficiados por el amparo simbólico del rey, que sin duda ahora revertirá en beneficio de su anfitrión de Sanxenxo. Y por encima de la inviolabilidad ya asegurada, la investigación debiera tener lugar, porque una cosa es acabar como impune y otra ser de veras inocente. Juan Carlos I juega de modo interesado a ese equívoco.
Y está también la indignidad, y sus vínculos con lo anterior. Una cosa es que un rey, o una reina, tengan amantes y otra que los instalen en el recinto de Palacio, sin separación ni divorcio previos con la esposa legal. Un rey tan absolutista y tan apegado al sexo como Luis XIV tenía dificultades para unos encuentros amorosos que no debían tener lugar en las habitaciones del rey. Juan Carlos ha resuelto el tema de un tajo al albergar a Corinna, además socia suya en los negocios. El asunto no se ha cerrado aún por vía judicial en Londres y podría servir de pauta para resolver definitivamente este maldito embrollo. Los ciudadanos necesitan saber, y no seguir enredados en el tema al modo del ¡Hola!
La Casa del Rey dio la pauta para una resolución definitiva de la cuestión “rey emérito”: derecho de Juan Carlos a visitar España, al margen de la Familia Real, y de un modo discreto que no dañara a la institución. Esto ya parece imposible, y no por un descuido del exrey, sino por su actitud de seguirse considerando monarca de este país, privilegiado (para ser impune) y ciudadano (para ejercer derechos), sin la menor consideración a los intereses de la ciudadanía y de la propia Corona de su hijo. Una vez ganada la inviolabilidad, solo le importa afirmar ante todos su real voluntad. Que el vuelo en avión privado sin pagador conocido puede ser nuevo delito: ¡que lo intenten!
De paso, esto invita a revisar la historia en cuanto a la Transición y al 23-F. Su comportamiento actual lleva a pensar que no defendió la Corona en el sentido de una institución democrática que él encarnaba, sino como patrimonio que le correspondía por la legitimidad dinástica, por encima de cualquier ley, y que estaba dispuesto a mantener a título personal. La conversación con Armada en vísperas del 23-F sería aquí una pieza esclarecedora.
En fin, resulta obvio que tal exhibición de decisionismo, envuelto solo en su pequeño grupo de amigos bien forrados y propiciando una movilización social en favor propio, constituye la mejor prueba de que a Juan Carlos no le importa la grave erosión institucional que está causando. Es la personificación de la Santísima Trinidad. Sigue siendo el Rey.
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