La autoridad del jefe de la Casa
La cita de este lunes en La Zarzuela ya no es responsabilidad de un anciano que trata de vengar su frustración dejándose llevar por la soberbia de quien cree que está siendo tratado injustamente, sino de Felipe VI
Todos hemos escuchado aquello de “no soy monárquico, soy juancarlista”. Ni siquiera los genuinamente monárquicos se han molestado en enmendar esta afirmación para subrayar, a continuación, la importancia de fortalecer la institución al margen de quien fuera su titular. En el fondo, la idea reflejaba cierto desapego hacia la Corona, aunque muchos percibieran en la figura de quien entonces era su titular un valor digno de apoyo. Era la época del rey campechano, el rey que viajaba por el mundo rodeado de empresarios consiguiendo contratos o el rey que mandaba callar a presidentes autoritarios. A nadie le pareció entonces conveniente romper con esa dinámica perversa de culto a la personalidad, siquiera a modo de red de seguridad. Y, después de la abdicación y todo lo sabido, aquí estamos. La puesta en escena del regreso del emérito a España obedece a este mismo patrón de comportamiento tan propio de su reinado, tan arcano a ojos de la sociedad actual y tan poco respetuoso con la propia institución.
Lo que ha ocurrido este fin de semana admite muchas interpretaciones y ninguna, claro está, resulta favorable a don Juan Carlos: una persona empecinada en su error, desorientada en una realidad paralela que algunos amigos se sienten en la obligación de apuntalar por razones que, obviamente, cuesta poco imaginar. Pero la cita de este lunes en La Zarzuela ya no es responsabilidad de un anciano que trata de vengar su frustración dejándose llevar por la soberbia de quien cree que está siento tratado injustamente. El encuentro de Felipe VI con su padre es responsabilidad de quien ostenta la titularidad de la Corona. Un rey, sí, esforzado en su vocación de servicio, que orienta su comportamiento de acuerdo a los estándares de ética pública aceptados por la sociedad y que disciplina su acción de conformidad con los límites que impone el Título II de la Constitución. Hasta aquí no hay dudas.
Pero conviene tener claro que, además de titular de la Corona, Felipe VI es también el jefe de la Casa del Rey. Y es aquí donde, entiendo, la tarea se hace más compleja. No tanto en lo que a gobernanza administrativa de la Casa se refiere, sino en todo aquello que conecta con la necesidad de reforzar su autoridad frente a esa parte de la familia que, sin recato ni pudor, parece dispuesta a desafiarla; y ello compromete, en último extremo, a la Corona. Tras lo visto en Sanxenxo cabe preguntarse si verdaderamente tiene sentido el encuentro institucional entre quien es el titular de la Corona y quien sigue sin entender por qué dejó de serlo. La familia del Rey no es una cuestión marcada en exclusiva por afectos o desafectos personales; tiene una dimensión claramente política que la conecta con la idea misma de sostenibilidad de la Monarquía parlamentaria. Dado que gobernar la Casa es la única responsabilidad que Felipe VI asume sin refrendo, convendría que a nadie (tampoco a su padre) le quedara la duda acerca de su capacidad para llevarla a término con éxito.
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