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La difícil relación entre un Rey y un rey emérito

La resistencia de Juan Carlos I a abdicar tensó las relaciones con su heredero, que nada más llegar al trono intentó poner distancia entre los dos reinados

El rey Felipe VI, junto a su padre, el rey emérito Juan Carlos I, durante la reunión del patronato de la Fundación Cotec en 2019.
El rey Felipe VI, junto a su padre, el rey emérito Juan Carlos I, durante la reunión del patronato de la Fundación Cotec en 2019.Paco Campos (EFE)

En las dos últimas décadas del siglo pasado, e incluso en los primeros años del actual, era frecuente escuchar esta frase.

–Yo no soy monárquico, yo soy juancarlista.

Era una postura cómoda, pragmática, un vamos a llevarnos bien que evitaba una discusión a fondo sobre la monarquía, pero que reconocía la figura de Juan Carlos I, que ha comunicado este lunes su decisión de abandonar España, y su papel en la transición entre el régimen franquista y la democracia. El gran inconveniente, que entonces ni se vislumbraba, era que aquella comodidad escondía también un gran peligro: todo se había apostado a una carta. Si en algún momento, por cualquier circunstancia, la figura de Juan Carlos I se derrumbaba, la institución monárquica y por tanto la Jefatura del Estado correría un gran peligro. Pero ni los partidos políticos, ni los sucesivos Gobiernos –ora del PSOE, ora del PP– creyeron en ningún momento conveniente trazar un plan para fortalecer la institución más allá de la figura de aquel Monarca que entonces se percibía tan simpático y campechano.

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Lo que nunca se pensó que podía suceder, sucedió en 2010. La explosión del caso Nóos, que pasados los años sentaría en el banquillo a la infanta Cristina y conduciría a la cárcel a su marido, Iñaki Urdangarin, abrió una rendija por la que se terminaron colando las primeras sospechas del mal uso de la institución monárquica. Aunque, a tenor de lo que se ha sabido después, “ciertos acontecimientos pasados de mi vida privada”, según ha calificado el propio Juan Carlos I, aquello pudiera parecer ahora insignificante –las tretas de un yerno para enriquecerse a la sombra de su suegro el Rey–, en el imaginario de una buena parte de la ciudadanía supuso un antes y un después. ¿Dónde estaba la ejemplaridad? ¿Sería suficiente con podar la rama corrupta para que el árbol siguiera dando sombra? Pronto se supo que no. Cada mes que pasaba, el horizonte parecía más oscuro, y a pesar de que el juancarlismo se iba desplomando a pasos agigantados, ninguna institución, incluyendo la Corona, parecía interesada en promover un debate serio y, a ser posible, sosegado sobre el futuro de la institución.

El principal perjudicado no era Juan Carlos I, que aún vivía de las rentas de sus décadas de gloria como Rey y todavía aspiraba a ocupar un lugar confortable en la historia de España, sino su hijo y heredero, quien algún día tendría que acceder al trono con el nombre de Felipe VI y que contemplaba en primera fila, aunque sin margen de maniobra, la demolición del prestigio de la Monarquía. La relación entre el padre y el heredero corría peligro de resentirse. Los tiempos y las circunstancias son muy distintas, pero el rey Juan Carlos ya había vivido en carne propia un desgarro parecido. Para que él fuera Rey con todas las de la ley, su padre, don Juan de Borbón y Battemberg, hijo y heredero de Alfonso XIII, tuvo que plegarse primero a los designios del general Francisco Franco –que se encargó de la formación del príncipe Juan Carlos en Madrid– y renunciar después a los derechos dinásticos que había guardado en su exilio de Lisboa durante 36 años. Felipe de Borbón, con solo nueve años, asistió el 14 de mayo de 1977 a un sencillo acto en el Palacio de la Zarzuela en el que su abuelo, el conde de Barcelona, daba un paso al lado y se despedía definitivamente de sus aspiraciones a ser rey de España. ¿Durante cuánto tiempo esperó en vano Felipe de Borbón a que su padre, cada vez más cuestionado por sus enredos financieros y sus amistades peligrosas, diera el paso que sí dio su abuelo cuando los intereses de la Corona así se lo demandaron?

Roma, marzo de 2013. Embajada de España ante la Santa Sede. Los príncipes Felipe y Letizia han asistido en el Vaticano a la entronización del papa Francisco en representación de Juan Carlos I, que se encuentra aún convaleciente de su accidente en Botsuana y del consiguiente escándalo al descubrirse que se encontraba cazando elefantes en compañía de su amante, Corinna Larsen. Durante la recepción organizada en la embajada, los príncipes tienen la oportunidad de saludar al cuerpo diplomático y a representantes de distintas órdenes religiosas. En conversación informal con algunos viejos conocidos, Felipe y Letizia reflejan una cierta sensación de desolación. Son más conscientes que nadie de que el decorado se viene abajo. En ese momento, primavera de 2013, el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) señala que la confianza de los españoles en la Monarquía es de solo de un 3,6 sobre 10. En los tres últimos años, la Corona –que en los noventa llegó a cosechar un apoyo de 7,5 sobre 10– se había convertido en la institución que más prestigio había perdido ante los ciudadanos. Y, aun consciente de esa situación, el príncipe Felipe también sabe que no puede hacer nada, más allá de poner buena cara y sonreír.

No tiene otra opción. En otras monarquías, como la sueca, la Constitución establece que cuando el rey no puede cumplir sus tareas como jefe de Estado, puede ser sustituido por su heredero, que asume las tareas de “regente temporal”. En España eso no es posible. Lo explica de forma muy gráfica la periodista Soledad Gallego-Díaz en un artículo titulado Una institución en manos del rey publicado en la revista Claves en marzo de 2014: “Según la Constitución española, las funciones del Rey como jefe de Estado no pueden ser realizadas por el príncipe Felipe, de manera que cuando don Juan Carlos está de viaje [o convaleciente de un accidente o una enfermedad] nadie le puede reemplazar en territorio español. Y si es el Príncipe el que viaja al exterior en representación de su padre, no dispone de ningún estatus especial, por lo que en cada ocasión es necesario que el Gobierno dicte un decreto por el que le asimila, al menos, a la función de embajador. 76 viajes realizados hasta ahora por el príncipe Felipe, 76 decretos”.

Aquella noche de 2013 en la Embajada española ante la Santa Sede, el príncipe Felipe tenía ya 43 años, y aunque un grupo de monjas se acercaron a decirle que estaban rezando mucho por su padre, estaba seguro de que la única posibilidad de frenar el declive del prestigio de la Corona no era que Juan Carlos I se recuperara del batacazo en Botsuana, sino que de una vez por todas tomara la decisión que, a solo unos metros de allí, acababa de tomar Benedicto XVI. Cansado y enfermo, sintiéndose incapaz de sostener el peso de una Iglesia lastimada por los casos de pederastia, Joseph Ratzinger renunció al papado. El príncipe aún tendría que esperar más de un año a que su padre, ya entre la espada y la pared, se decidiera a abandonar el trono.

Una vez que la abdicación se produce, el 19 de junio de 2014, el rey Felipe VI empieza a emitir señales visibles de que una época ha terminado y empieza otra. Aunque durante todos estos años las informaciones que llegaban del Palacio de la Zarzuela es que padre e hijo se llevan bien, el nuevo Rey toma una serie de decisiones que incomodan a su antecesor. En la primavera de 2018, a cuenta del incidente entre las reinas Sofía y Letizia tras la misa del Domingo de Resurrección en la catedral de Palma, un monárquico partidario de don Juan Carlos se lamentaba de que, tras su proclamación, el rey Felipe intentó romper todos los lazos con el padre. “Quiso eliminar su legado”, explicaba, “intentando así borrar los últimos años, tan polémicos, del rey Juan Carlos. Tal vez no se daba cuenta de que así también borraba los 30 anteriores, que para muchos españoles –monárquicos o no– siguen siendo los mejores de la historia de España”.

A través de sus amigos, el rey Juan Carlos hizo saber que le había sentado muy mal que su hijo le quitase la presidencia de la Fundación Cotec para la Innovación, que consideraba una creación suya, y también que hubiera desposeído a la reina Sofía de la presidencia de la Fundación de Ayuda a la Drogadicción. Pero lo que ya colmó el vaso de la irritación de Juan Carlos I fue su exclusión, en junio de 2017, de la celebración en el Congreso de los Diputados del 40º aniversario de la Constitución de las Cortes. Unos días antes del acto, Felipe VI le comunicó a su padre que, por razones de protocolo, solo podría asistir desde la tribuna de invitados. Don Juan Carlos, airado, le respondió: “No pienso estar en el gallinero”. Tras ver el acto por televisión, su enfado fue a más y así se lo comentó a su círculo de amigos: “Estaban hablando de mí como si me hubiera muerto. No tenían sitio para mí, pero habían invitado hasta a las nietas de la Pasionaria”. El último intento por dar la impresión de una familia unida en medio de la tempestad fue precisamente el Domingo de Resurrección de 2018, pero el resultado fue justo el contrario, un enfrentamiento de las dos reinas ante las cámaras.

Ahora, como si se tratara de una nueva maldición de los Borbones, Felipe VI se ha visto obligado a hacer lo que Juan Carlos I hizo al principio de la Transición, eliminar al padre. Don Juan entendió su papel en aquella encrucijada y, tras renunciar a sus derechos dinásticos, volvió al silencio en el que siempre había vivido. No se sabe si Juan Carlos volverá a hablar en público o ante los tribunales, pero las consecuencias de sus últimos años de reinado constituyen ya una pesada herencia para su hijo y para el futuro de la monarquía.

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