Guerra propia
Siempre es atroz cuando lo único que queda, el último consuelo, es agradecer a la desgracia
Leo cosas sobre la guerra de Ucrania, busco respuestas. No hay. Me pregunto qué dirían mi bisabuelo, mi abuelo y mi abuela sirios, mi bisabuelo austríaco, mi bisabuela alemana, mis bisabuelos italianos sobre los refugiados, los desplazados, los muertos. Existo porque ellos cayeron en desgracia. Existo por las guerras. Mi bisabuelo austríaco y mi bisabuela alemana huyeron de sus países antes de que Hitler fuera Hitler; mi bisabuelo y mi abuelo sirios huyeron de reclutamientos obligatorios en conflictos que no eran suyos; mi abuela siria viajó sola a Sudamérica, a los 12 años, para reunirse con su padre, a quien apenas conocía; mis bisabuelos italianos huyeron despavoridos del hambre de posguerra. Si lo dejamos sin adornos: le debo mi existencia a la desdicha de otros. Que son, por casualidad, mis parientes. Mi vida se pagó a un precio muy alto: mi bisabuelo austríaco y mi bisabuela alemana nunca pudieron ser lo que querían ―dueño de una cervecería, actriz― y tuvieron un matrimonio de penurias e hijos muertos; mi abuela siria, que ya había perdido a su madre en una epidemia, abandonó a la mujer que la había criado ―su propia abuela― en la aldea del desierto donde hubiera querido pasar su existencia criando gusanos de seda; mis bisabuelos italianos nunca pudieron regresar a los olivos de Basilicata. Todos llegaron a la Argentina arrastrando verbos malos: dejar, huir, abandonar. Jamás volvieron a su tierra. Recibieron noticias de los suyos en cartas esporádicas que, a veces, decían “hoy murió tal”. Lloraron en silencio estoico a muertos para mí desconocidos. Cuando les preguntaba si no hubieran preferido otra cosa ―quedarse en su país, permanecer en el origen― me decían: “Mi amor, si me hubiera quedado en mi tierra, no hubiera conocido a tu abuelo/a, no hubiera tenido hijos, no hubieras nacido”. Es una respuesta atroz. Siempre es atroz cuando lo único que queda, el último consuelo, es agradecer a la desgracia.
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