Macron no es el presidente de los ricos; es el presidente de los ultrarricos
Las políticas del mandatario francés no se pueden considerar progresistas ni en materia económica, laboral, educativa, de seguridad, de derechos civiles o sobre la inmigración
Francia ha vuelto a salvar una nueva bola de partido frente a la extrema derecha. Esta vez, Marine Le Pen ha pasado del 33% de los votos en segunda vuelta al 42%, un crecimiento importante en cinco años. Una de las causas de este crecimiento la podemos encontrar en la labor del Gobierno de Emmanuel Macron. El mandatario asumió la presidencia de Francia con la imagen de un joven liberal y progresista que buscaba renovar el país “más allá de la izquierda y la derecha”. Tras un mandato caracterizado por el hiperpresidencialismo, políticas antisociales y represión frente a las movilizaciones y los ciudadanos musulmanes, ya queda poco del Macron de 2017.
Hace unos días, el exdiputado de Ciudadanos Toni Roldán publicaba en estas páginas una tribuna en la que trataba de desgranar por qué el apelativo de “presidente de los ricos” era un “marco mental injusto” que se había impuesto contra Macron, un presidente que sería “un progresista de verdad”. Estamos de acuerdo con esta injusticia y en estas líneas defendemos por qué Macron no es el presidente de los ricos, sino el presidente de los ultrarricos, como ironizó el expresidente François Hollande, quien, paradójicamente, le dio el mayor impulso a su carrera política al nombrarlo ministro de Economía durante su mandato.
El presidente francés se ha ganado a pulso esta etiqueta, principalmente por llegar y reducir las ayudas a la vivienda de 5,8 millones de hogares, en particular a los más modestos, y suprimir el impuesto de la solidaridad sobre la fortuna (ISF). Estas políticas de “goteo hacia abajo”, exonerando a los más ricos de impuestos (hay que sumarle la flat tax o el crédito de impuesto para la competitividad y el empleo), solo han servido para hacer más rico al 1%, y especialmente al 0,1%, mientras se reducía el nivel de vida del 5% de los hogares más pobres, según el Instituto de Políticas Públicas. A pesar de que el mandatario ha insistido en que ese dinero se había invertido en crear empleos y empresas, esto ha quedado desmentido incluso por los institutos cercanos al macronismo, que, sin embargo, confirman el aumento del pago de dividendos.
La reforma laboral de Macron, que apuntalaba la reforma del anterior Ejecutivo socialista y facilitaba el despido sin causa real, parece haber reducido las cifras del paro en Francia hasta niveles de 2008 (7,4%), pero lo cierto es que estos números ocultan una fuerte subida de los contratos precarios o de corta duración (+8,6%), la proliferación de las microempresas y la explosión de los contratos de prácticas totalmente subvencionados por el Gobierno. La flexiseguridad, que aparecía en el programa de 2017, parece haberse quedado en mucha flexibilidad y poca seguridad. No cumplió su promesa de mantener el derecho al paro para los que dimiten y la reforma del subsidio de desempleo, que entró en vigor el pasado octubre. Cabe mencionar también su medida estrella, que ha copiado del programa de la derecha republicana, es decir, condicionar el equivalente al ingreso mínimo vital a horas de trabajo o formación, acercándose mucho al modelo de workfare que estigmatiza la asistencia social.
Paralelamente, Macron se ha caracterizado por múltiples salidas de tono que revelaban su desprecio de clase, una actitud arrogante y condescendiente que ha provocado la subida de su impopularidad entre muchos sectores, especialmente entre las clases populares que protagonizarían el movimiento de los chalecos amarillos. Precisamente, sobre los chalecos amarillos y la reforma de Macron para subvencionar la transición ecológica con una tasa sobre el carburante, no es que no sepamos que el “progreso no es gratis”, sino que consideramos que estos costes no deben distribuirse independientemente de la clase. Como ha escrito el historiador económico Adam Tooze, “la lección de la crisis de los chalecos amarillos no es que la tarificación del carbono sea imposible, sino que hay que hacerlo siendo conscientes de los efectos distributivos”.
Emmanuel Macron prometió en 2017 unas profundas reformas en materia educativa, pero sus cambios han generado una mayor desigualdad. Muchas promesas a los estudiantes han caído en saco roto, por ejemplo, la reforma de las becas, que nunca llegó. En 2018, se puso en marcha el software Parcoursup, lo que ha provocado un proceso de selección inspirado en las Grandes Écoles más “feroz”, en palabras del profesorado, afectando en particular a los colectivos precarios. Tras la crisis de los chalecos amarillos, Macron anunció el fin de la ENA (Escuela Nacional de la Administración), lugar de las élites del país. Se sustituirá por el ISP, un cambio de nombre, pero manteniendo los mismos criterios de selección.
Por otra parte, la labor del ministro Jean-Michel Blanquer se ha caracterizado por ser autoritaria. La misma medida estrella de bajar las ratios de la primaria se puso en marcha sin dar tiempo al personal educativo a prepararse. En cuanto a los resultados de la reforma, el propio Ministerio ha confirmado que son más débiles de lo esperado. Además, la reforma prometía crear 19.300 empleos, pero solo se han creado 7.000, según un informe del Senado. La inversión de 500.000 millones de euros de momento no ha dado sus frutos.
No, Emmanuel Macron no se puede considerar tampoco como un presidente progresista. Incluso en el terreno de los derechos civiles sus avances fueron muy tímidos. La medida más destacada fue la aprobación de la reproducción asistida para todas las mujeres, pero nada más llegar al Gobierno se había disminuido del 25% el presupuesto del Ministerio de Igualdad. En 2020, con la pandemia, detuvo los recortes sociales, pero llevó a cabo una reforma de gobierno que significó una derechización contundente del Ejecutivo. El ministro de Interior, Gerald Darmanin, ha demostrado ser un halcón de la seguridad, debido a la dureza de sus planteamientos y acción. De hecho, Darmanin llegó a calificar a Marine Le Pen como “blanda” en un debate sobre el islamismo.
No se puede considerar progresista la polémica ley de seguridad global, en particular el artículo 24, que prohíbe la difusión de imágenes de acciones policiales bajo pena de multa, al mismo tiempo que el propio presidente negaba la existencia de la violencia policial frente a los chalecos amarillos. También está la ley del separatismo islámico, que ha implicado el cierre de más de 90 lugares de culto acusados de “radicalismo” según un vago principio republicano.
También podríamos destacar el posicionamiento del ministro de Educación Blanquer y la ministra de Universidades, Frédérique Vidal, en contra de la cultura woke y el islamoizquierdismo. El Gobierno de Macron ha adoptado los marcos de la extrema derecha con el objetivo de detenerla y de acaparar el electorado de los conservadores. Los resultados de 2022 muestran que solo la segunda parte de la estrategia ha funcionado, ya que el voto del candidato de Los Republicanos en 2017, François Fillon, ha ido a parar a Emmanuel Macron.
El programa de Macron para 2022-2017 recoge la dureza sobre la cuestión migratoria. Tras aplicar políticas de derecha en la materia y protagonizar expulsiones violentas de campos de migrantes, quiere reforzar los controles fronterizos y expulsar más eficazmente a los que no se conceda asilo. También propone endurecer la concesión del permiso de larga duración y es partidario de expulsar a todos los extranjeros que “alteren el orden público”.
De cara a 2027, nos encontramos con pocas certezas: ¿qué pasará con el movimiento de La República en Marcha tras el fin de la presidencia de Emmanuel Macron? ¿El mandatario francés volverá a realizar las mismas políticas antisociales o la mano dura contra la inmigración o el islam que solo han hecho crecer a la extrema derecha? ¿Volverá a gobernar de manera jupiteriana, con la que ha cosechado tanta impopularidad y desafección ciudadana? La confianza en el sistema representativo de la V República depende de ello.
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