Macron, ¿el presidente de los ricos?
El mandatario francés es un progresista de verdad, porque se atreve asumir los costes de reformas impopulares y enfrentarse a grupos de presión como el ‘statu quo’ empresarial o los sindicatos caducos
El otro día, en una apacible cena con amigos, alguien soltó: “¡Macron no es progresista, es el presidente de los ricos!”. Cualquiera que haya estado en política sabe que cuando se instala un marco mental efectivo resulta enormemente difícil de combatir. Bastan un par gestos que puedan encasillarse bien en nuestros sesgos tribales ideológicos para desmontar a golpe de tuit la acción política completa de un personaje. “Le président des riches” es uno de esos marcos mentales injustos. En este artículo argumentaré no solo que Macron no es el presidente de los ricos, sino que se trata de uno de los pocos presidentes realmente progresistas en activo.
En economía, la única forma de evaluar la ambición progresista de un líder es analizando sus reformas. El paquete más ambicioso del quinquenio se centra en el mercado laboral, incluyendo una reforma del code du travail, la anquilosada regulación laboral francesa, hacia un modelo de mayor flexiseguridad de tipo escandinavo. Como en España, el mercado laboral francés adolece de una profunda dualidad: trabajadores cualificados con contratos permanentes muy protegidos y una masa creciente de trabajadores poco cualificados anclados en la precariedad.
La evidencia comparada muestra que las economías con regulaciones muy rígidas y costes de despido excesivamente altos no protegen más a los trabajadores, sino menos. Las reformas puestas en marcha por Macron tienen el objetivo de reducir el muro de separación entre contratos, con el foco puesto en mejorar la empleabilidad y protección de los trabajadores más vulnerables, jóvenes, temporales y trabajadores autónomos, abandonados por el sistema (y por los sindicatos). Se introduce mayor flexibilidad, avanzando en la descentralización de la negociación colectiva, reduciendo la excesiva judicialización del despido y haciendo más previsibles los costes laborales para que las empresas pierdan el miedo a contratar trabajadores indefinidos.
Las mejoras en flexibilidad van acompañadas de mejoras agresivas en la protección y formación centradas en el trabajador (y no en el puesto de trabajo). Se introducen subvenciones específicas a determinados colectivos como los jóvenes, asociadas a la formación, se reducen cotizaciones sociales y se introduce una prestación tipo complemento salarial (prime d’activité) para trabajadores de pocos ingresos. Para reducir el abuso de la temporalidad se pone en marcha un sistema de bonus-malus, siguiendo el principio “quien contamina paga”: aquellas empresas que usen contratos temporales por encima de la media del sector pagarán más cotizaciones (y viceversa).
Como explica el francés Jean Tirole (Nobel de Economía en 2014 y coordinador del plan económico de Macron junto con Olivier Blanchard, execonomista jefe del FMI), el objetivo no es favorecer el neoliberalismo fascista y opresor, sino reconciliar mayor flexibilidad para permitir que las empresas puedan adaptarse al permanente cambio tecnológico, con mejor formación y mayor seguridad de rentas que permitan a los trabajadores estar protegidos frente a choques inesperados (como cambios tecnológicos, crisis o pandemias) y actualizar sus capacidades, la única garantía de autonomía y seguridad en el largo plazo.
El segundo paquete de reformas tiene que ver con el capital humano y las oportunidades. El sistema universitario francés es también dual: unas pocas Grandes écoles con buenos resultados de investigación y empleabilidad y el resto con poca financiación, malos incentivos y peores resultados. El problema de las Grandes écoles es que no son un sistema meritocrático: solamente un 2.7% de los estudiantes proviene de familias de pocos ingresos. La reforma de Macron consiste en acabar con esa dualidad, aumentar la inversión en todo el sistema universitario (1.000 millones de euros al año por cinco años) y ofrecer mayor autonomía de gestión y financiación a las universidades. La idea es reducir las desigualdades, al tiempo que se mejora el sistema para permitir premiar a los buenos departamentos de las universidades en todo el territorio.
En el ámbito de la educación, Francia también sufre un problema grave de movilidad social. Según un estudio de la OCDE, la probabilidad de un alumno francés pobre de subir en el ascensor social es la más baja de los 71 países estudiados. La reforma transforma muchos aspectos del sistema: centra el foco del currículum en competencias, establece un nuevo sistema de aprendizaje para profesores, pone en marcha un plan ambicioso de tutorías de refuerzo escolar y crea una nueva institución para hacer evaluaciones independientes y rigurosas de los resultados educativos, el Conseil d’evaluation de l’école.
La medida educativa más importante (y costosa), según el think tank Instituto Montaigne, consiste en un plan centrado en reducir el tamaño de las clases en todas las zonas consideradas como socialmente vulnerables del país a 12 alumnos, con la introducción de más de 10.000 profesores en tres años. En 2018 el presupuesto del Ministerio de Educación, con 50.000 millones de euros, pasó a ser la principal área de inversión del Gobierno.
La única forma de que las mejoras de protección sean sostenibles en el tiempo (y por tanto progresistas de verdad) es estimulando la innovación y el crecimiento. Poco después de ser elegido, Macron prometió construir una “nación de unicornios”. Aprobó una reducción del impuesto a la riqueza (excluyendo a las propiedades inmobiliarias) —lo que le valió el calificativo del título de este artículo—, un tipo fijo a los dividendos y agilizó el proceso de disolución de empresas. Puso en marcha una visa especial tecnológica, para hacer más fácil la importación de talento, y anunció un multimillonario plan de inversiones en tecnologías estratégicas y de apoyo a start-ups. Cuatro años después, Francia cuenta con el ecosistema de innovación de mayor desarrollo de Europa, según la revista especializada Sifted, de Financial Times. En la primera mitad de 2019 (antes de la pandemia), las start-ups francesas lograron levantar un 43% más de fondos que en el año anterior, superando a Alemania. Station F, que abrió en París en 2017, es hoy la mayor incubadora del mundo.
La lista de propuestas económicas y reformas de progreso es interminable: la valentía de proponer una reforma de pensiones pensando también en los jóvenes (no solamente en los votantes de las próximas elecciones), el liderazgo en la cuestión climática (asumiendo subidas de impuestos impopulares pero necesarias) o el liderazgo en los acuerdos para la fiscalidad de las tecnológicas o la integración fiscal europea tras el covid-19.
Hace unas semanas unos amigos me invitaron muy amablemente a escribir un texto para un pequeño regalo a Felipe González por sus 80 años. Son muchos los aprendizajes que pueden extraerse de su legado. El más importante para mí es su reformismo inagotable: la valentía para enfrentarse a los intereses e inercias del establishment, incluso cuando eso supusiera asumir costes electorales o enfrentarse a críticas de una parte de los suyos (siempre hay una izquierda más conservadora).
Aunque una parte de la izquierda parece haberlo olvidado, el progreso no es gratis: implica asumir costes, poner en marcha reformas impopulares, reconocer la restricción presupuestaria y enfrentarse a grupos de presión, sean empresas cercanas al poder que extraen rentas del statu quo, grandes tecnológicas que abusan de su posición o sindicatos caducos que han dejado de representar a los trabajadores vulnerables.
Las reformas de Macron tendrán costes electorales. Su problema, como dice el semanario The Economist, es que “ofrece políticas aburridamente basadas en la realidad”. Yo añado: su verdadero problema es que es realmente progresista.
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