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Dulce Francia

Acusar de reaccionarios a quienes expresan su enojo apoyando a Marine Le Pen no sirve más que para atrincherarnos en la superioridad moral

Un cartel electoral roto y pintado de la líder de Reagrupamiento Nacional, Marine Le Pen, el pasado lunes en París.
Un cartel electoral roto y pintado de la líder de Reagrupamiento Nacional, Marine Le Pen, el pasado lunes en París.Mohammed Badra (EFE)
Najat El Hachmi

A pesar de que hace tiempo que terminó su hegemonía cultural, no somos pocos los que seguimos teniendo en el país vecino un faro del pensamiento y el arte, la libertad y la democracia. Por esto, los resultados electorales de las presidenciales del pasado domingo son tan dolorosos. ¿Qué le ha pasado a Francia para que, como contaba Annie Ernaux en este diario, se haya hecho tan de derechas? Cuesta creer que la patria del Mayo del 68 haya tenido que escoger entre una derecha moderada y la extrema derecha y que la izquierda haya desaparecido prácticamente de la esfera política. Ya dieron visos de este cambio las marchas de 2013 contra el matrimonio igualitario.

Es la clase política gala, en especial la progresista, la que tendrá que preguntarse por las razones profundas que reflejan los resultados. Creer que los votantes de Marine Le Pen son simplemente racistas, antieuropeístas o que se dejan engañar por la desinformación es menospreciar la soberanía de esta parte del electorado. Partidarios de la formación reaccionaria hubo siempre, pero el gran interrogante lo plantean los conversos. Insultarlos no hará más que agrandar la distancia que ya sienten con respecto a sus representantes. Tal vez la razón profunda del malestar tiene que ver con el hecho de que, dentro del neoliberalismo, las democracias se han convertido en meras gestoras de una parte pequeña de lo que condiciona nuestras vidas. Como si la traición sistemática del principio de igualdad dejara en papel mojado la libertad (que solo disfrutan de verdad los que más tienen) y hubiera roto los lazos de la fraternidad indispensable para sentirnos parte de un mismo conjunto organizado de seres humanos. Acusar de reaccionarios, rojipardos, feminacionalistas o identitarios a quienes expresan su enojo apoyando a Le Pen no sirve más que para atrincherarnos en la superioridad moral cuando lo inteligente sería someterse a una honesta autocrítica.

A pesar de todo, Francia seguirá siendo la dulce que versionó en 1985 Rachid Taha después de la entrada de Le Pen padre en el Parlamento Europeo, la del movimiento Ni Putas Ni Sumisas, de la defensa de la laicidad y la lucha contra el islamismo capaz de cometer atentados o degollar a un profesor. Sus pensadores, creadores, debates y progresos son a día de hoy más necesarios que nunca. Sobre todo si tenemos en cuenta que la otra cultura dominante en Occidente, la anglosajona, lleva tiempo abrazando una posmodernidad que desconfía de los logros de la Ilustración mientras establece alianzas con los poderes del neoliberalismo.

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