¿El fin del “fin de la historia”?
Más que a la profecía de Fukuyama, nuestro presente se parece a una distopía de serie b. La guerra en Ucrania no es un regreso a los viejos relatos y estructuras de sentido, sino un nuevo capítulo de su debilitamiento
Mucho se habla estos días de guerra en Ucrania del fiasco de Francis Fukuyama sobre el “fin de la historia”. Pero se olvida que el politólogo estadounidense también sostenía justo hace 30 años que tras la caída del Muro viviríamos una situación donde la negatividad ofensiva de los grandes relatos dejaría paso a un nuevo escenario marcado por luchas “defensivas” por el reconocimiento, los regresos espectrales del soberanismo y un nuevo resentimiento nacional difuso de retórica culturalista. Aunque algunas lecturas sugieren que el caso de Fukuyama muestra hasta qué punto los errores de diagnóstico pueden ser más productivos que los análisis veraces, ¿no deberíamos plantear otro enfoque? ¿En qué medida bajo este supuesto “regreso de la historia” no estaríamos apreciando más bien otro capítulo de su agonía? Y más aún, ¿qué puede estar perdiendo el pensamiento progresista bajo esta lectura en un contexto internacional, por si fuera poco aún noqueado por una traumática pandemia?
Desde las últimas décadas del siglo pasado ha sido un lugar común la idea de que con la implosión del sistema comunista se perdió no solo la capacidad de simplificar la situación global con el mito de los dos bloques entre 1945 y 1990. Retrospectivamente, hoy valoramos también cómo la amenaza totalitaria del Este daba sentido a los “años gloriosos” de las socialdemocracias en Europa Occidental y la promesa de futuro de sus modernismos populares.
Comentando cómo el fin de la Guerra Fría congeló las complicidades críticas en un grupo de teóricos y activistas del Este y el Oeste, la pensadora estadounidense Susan Buck-Morss comentó en cierta ocasión cómo con la caída del Muro “los dos mundos” se estaban convirtiendo rápidamente en uno solo. “Desde luego, cada uno de nosotros sabía que el otro lado no realizaba nuestras esperanzas de forma perfecta, pero la mera existencia de un sistema diferente era prueba suficiente que nos permitía pensar que el sueño es posible (…) Permitía pensar que el estado dado de cosas no era ni natural ni inevitable, por lo que la historia todavía podría preverse como un espacio de libertad humana”.
Si la caída del mundo soñado socialista en los ochenta fue en cierto sentido la caída del mundo soñado occidental progresista y también, no se olvide, socialdemócrata, ¿qué sentido tiene en 2022 una nueva política de bloques además modulada por la aparición de China? Ciertamente, allí donde el antagonismo ideológico de la Guerra Fría aún permitía a la humanidad entenderse en la historia desde la gramática de la modernidad hoy se desarrollan otras claves. Y, volviendo a Fukuyama, no parecen apuntar a ninguna resurrección geopolítica de la historia, sino a tensiones que necesitan expresarse violentamente en gramáticas culturalistas.
Es desde aquí donde el escenario parece más una confrontación de fuerzas reactivas que una revitalización de la historia. Por un lado, parece que EE UU o Europa están reaccionando al conflicto adaptando al presente desempolvados imaginarios de la Guerra Fría desde una renovada jerga otanista. Por otro, algunos planteamientos estos días han señalado cómo en la ofensiva rusa no aparece tanto el recalentamiento de una nostalgia imperial como una memoria difusa, flexible, que intenta hacer retroceder la historia instrumentando el pasado al servicio de oportunismos actuales. Que un escritor como Aleksandr Solzhenitsin sea reivindicado en el pastiche neonacionalista de Putin como héroe ruso frente al pasado comunista es significativo. Recordemos cómo su Archipiélago Gulag fue un arma ideológica importante en el escenario francés posterior al 68 —”los nuevos filósofos” (Glucksmann, Bernard-Henri Lévy)— para subrayar a veces tendenciosamente los vínculos entre todo pensamiento modernista de la historia y los campos de concentración. Si me permiten la broma hegeliana, que Putin —exmiembro del KGB que había perseguido y represaliado a Solzhenitsin— vea ahora en él a un referente es más una ironía que una astucia de la historia.
Es aquí donde surgen las preguntas: ¿serán capaces de resignarse nuestras sociedades acomodadas al fin de la historia a que esta resucite con las terribles exigencias estructurales que esto lleva consigo, unas sociedades que, golpeadas por la pandemia, también han aprendido la necesidad de mayor protección social del Estado? ¿Podrá el posimperialismo de Putin, basado en una innegable potencia militar, pero también dependiente de un pueblo desafecto y cínico ante todo poder político, forjar una hegemonía a largo plazo desde un modo de vida que no es precisamente atractivo para las nuevas sociedades?
Cuarentenas globales producidas por una sopa de murciélagos; derribos de estatuas que reivindican otra mirada histórica; catástrofes meteorológicas, explosiones fugaces de malestar que no cristalizan bajo formas políticas tradicionales... Más que el fin del fin de la historia, nuestro presente se parece más a una distopía de serie b. Aunque puede parecer lo contrario, la trágica guerra en Europa no es tampoco un regreso a los viejos relatos y estructuras de sentido, sino un nuevo capítulo de su debilitamiento en lo que cabría llamar ya “nuestro largo siglo XXI”.
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