Fukuyama, ¿esta vez en el lado bueno?
El polémico politólogo estadounidense alerta del auge de movimientos nacionalpopulistas y autoritarios entre las democracias consolidadas, pero lo atribuye a un problema de identidades humilladas
Cuando uno abre este libro de Francis Fukuyama y, nada más empezar a leer, lo primero con lo que se tropieza es con la afirmación literal de que el mismo “no se habría escrito si Donald J. Trump no hubiera sido elegido presidente en noviembre de 2016”, no puede evitar que se establezca una inicial corriente de simpatía hacia el autor.
Es posible que esta reacción desconcierte a algún lector que no se hubiera sacudido del todo la imagen que acompaña a Fukuyama desde que, a mediados de 1989, publicara su célebre trabajo sobre el fin de la historia. Como muchos recordarán, en aquel momento fue objeto de innumerables críticas, buena parte de ellas inmisericordes, amén de desacertadas, en la medida en que se empeñaban en malinterpretar su escrito, haciéndole decir lo que no decía; esto es, que habíamos llegado al mejor de los mundos posibles y que en lo sucesivo nada nuevo podía ocurrir.
En realidad, lo que Fukuyama afirmaba no era algo muy distinto de lo que a lo largo de aquella década —que fue, no se olvide, la de la imparable descomposición del imperio soviético— andaban afirmando un sinfín de autores, algunos de ellos inequívocamente progresistas; a saber: que la humanidad no había conseguido ir más allá de un modelo de organización de la vida social con dos caras: una era la economía de mercado, y la otra, la democracia liberal. Quizá el problema fue que algunos sectores de izquierda todavía no habían digerido la constatación del rotundo fracaso de la ambiciosa propuesta emancipatoria que había atravesado, hasta definir por completo sus límites, todo el siglo XX, fracaso que se visibilizó, justo el año en el que Fukuyama publicaba su escrito, con la caída del muro de Berlín. Resumiendo la cosa de una forma tan breve como simplificadora: que tal vez durante un rato nuestro autor tuvo razón.
Es cierto que luego dejó de tenerla, pero no porque la democracia liberal pasara a un estadio superior, sino porque su propia supervivencia se encuentra seriamente amenazada. El escenario mundial, sin duda, ha cambiado. Aquella oleada de democratización que multiplicó por tres (de 35 a casi 120) el número de democracias electorales en todo el mundo desde principios de los años setenta hasta 2000 ha derivado en lo que Larry Diamond ha calificado como recesión democrática. Y es que, en efecto, la dupla que se dibuja en el horizonte ya no es la fantaseada por los liberales más clásicos; esto es, una democracia liberal unida a una economía de mercado.
Las amenazas a este modelo le están llegando a la democracia desde diversos frentes. En primer lugar, el frente autoritario, que propone un modo de producción capitalista de una extraordinaria productividad merced precisamente a su desdén hacia los mínimos estándares democráticos. El nombre de esta nueva dupla capitalismo/autoritarismo que nos amenaza es, a nadie se le escapa, China. Fukuyama no se sorprende por ello, ni tampoco por la deriva neoautoritaria de Rusia. Lo que de veras le sorprende y preocupa es, además de la caída del número total de democracias en el mundo, el auge de movimientos nacionalpopulistas y autoritarios en el seno de las propias democracias consolidadas.
Pero de nuevo Fukuyama tiene razón solo durante un rato. Porque es difícil continuar acompañándole durante toda la travesía de su discurso cuando saca de nuevo a pasear al hegeliano que lleva dentro y se abona a la tesis de que lo que desde siempre ha impulsado la historia humana ha sido la lucha por el reconocimiento. Más aún, en su opinión gran parte de lo que tendemos a creer que se produce por motivaciones económicas en realidad responde a una demanda de reconocimiento, razón por la cual no puede satisfacerse simplemente por medios económicos.
Hábil e inteligente como es, Fukuyama no niega la existencia de determinados problemas materiales, pero rebaja su importancia, desactivándolos en gran medida. No deja de admitir que el orden mundial liberal no ha beneficiado a todos, así como que la economía de mercado presenta insuficiencias, pero esquiva el cuestionamiento de ambas a base de llevar los problemas al terreno de las identidades humilladas. Sin embargo, lo que se esfuerza por soslayar tal vez sea una cuestión de todo punto insoslayable; a saber: el carácter estructuralmente injusto, por desigual, del sistema en el que hoy viven todos los habitantes del planeta.
No se trata, pues, de poner en duda la existencia de una serie de anhelos anclados en lo más profundo del alma humana. De lo que se trata es de puntualizar la extrapolación que lleva a cabo Fukuyama cuando subsume en lucha por el reconocimiento cualquier reivindicación, de cualquier orden, que se plantee. Porque de la misma manera que él puede decir que en muchas ocasiones reivindicaciones de apariencia económica esconden en realidad aspiraciones relacionadas, pongamos por caso, con la identidad nacional, no es menos cierto que en otras lo que se presenta como reivindicación nacional esconde un claro carácter de clase, y no creo que haga falta poner ejemplos porque bien cerca andamos sobrados de ellos. En consecuencia, tal vez no sea cuestión de enredarse en debatir cuáles son los auténticos anhelos que albergan los ciudadanos en el fondo de sus corazoncitos, sino de intentar elaborar políticas públicas eficaces contra la desigualdad y a favor del bienestar de la mayoría, asunto en el que se supone que todos deberíamos estar de acuerdo. Fukuyama incluido, claro está.
Identidad. Francis Fukuyama. Traducción de Antonio García Maldonado. Deusto, 2019. 206 páginas. 19,95 euros.
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