Las dos Francias
Desde hace años, la democracia se ha vuelto más frágil y muchos perciben que solo es útil para el reducido círculo que impone sus decisiones a los demás. Populistas y ultraderechistas están ya en todos los países
En las elecciones de este domingo latían de forma difusa algunos de los viejos fantasmas de la historia de Francia, y sin contar con ella la situación actual pierde parte de su explicación. El presente no es hijo mecánico del pasado, pero sin algunos de sus pliegues tampoco se entiende la pujanza actual de Le Pen. Francia fue ya pionera a comienzos del siglo XX, cuando era el único imperio republicano en Europa. Era entonces el ejemplo del éxito de las virtudes republicanas, de la expansión del Estado y del control que este ejercía sobre los ciudadanos en ámbitos tan diferentes como la educación, la sanidad, el servicio militar o los asuntos sociales y culturales. La mayor parte de la sociedad francesa continuaba asociando su grandeza nacional a la Revolución de 1789 y a su sólido legado.
Pero Francia experimentó también durante el siglo XX importantes movimientos de contraataque frente a la herencia revolucionaria, de ultranacionalismo, fascismo y antisemitismo, más allá del conservadurismo tradicional de respeto a la jerarquía social y a los valores del orden social. Esa historia de destacados momentos de eclipse del republicanismo y de la democracia pueden ayudar a comprender mejor el terremoto que sacudiría a Francia y al resto de Europa con la llegada de la ultraderecha al centro del poder.
Charles Maurras y su movimiento Action Française fue el primero, ya antes de 1914, en abandonar el viejo discurso conservador de la restauración de la Iglesia y el Rey y comprender la importancia de la política de masas, de movilizar en las calles, y con violencia si era necesario, a comerciantes y clases medias bajas frente al socialismo, el anticlericalismo y los judíos.
Esa mezcla de reacción, tradicionalismo, nacionalismo y crítica de los valores de la Ilustración y de la lucha de clases socialista alimentó la semilla de una importante minoría fascista en los años treinta, cuando Francia, que había abanderado la integración de refugiados y trabajadores inmigrantes antes de 1929, vivió una importante crisis económica y social, de huelgas, conflictos y de crecimiento socialista y comunista.
Veteranos de la Primera Guerra Mundial, críticos de la República y de la democracia, unieron sus fuerzas, incluida la paramilitar, al descontento por el notable aumento del paro, engrosando las filas de la ultraderecha. Fueron incapaces de lograr el poder por sus propios medios, pero sus ataques y críticas a la ineficacia de la Tercera República despejaron la senda al régimen de Vichy establecido, tras la ocupación nazi en junio de 1940, como un Estado autoritario y corporativo.
Sus principales dirigentes abolieron la democracia parlamentaria, persiguieron a los sindicalistas y militantes de izquierda, aprobaron una radical legislación antisemita y fueron apoyados por una amplia base social de conservadores y ejecutivos de grandes industrias que creían que la derrota de la Tercera República por los nazis era una gran oportunidad para borrar de raíz el medio siglo de republicanismo y decadencia parlamentaria.
La violenta derrota del militarismo y de los fascismos allanó el camino para una alternativa que había aparecido en el horizonte de Europa Occidental antes de 1914, pero que no se había podido estabilizar antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Era el modelo de una sociedad democrática, basada en una combinación de representación con sufragio universal, Estado de bienestar, con amplias prestaciones sociales, libre mercado, progreso y consumismo.
El paradigma europeo posbélico se basó en tres pilares: Estado de bienestar y seguridad económica que superara los conflictos de clase y las divisiones que habían generado el desastre en los años treinta; una solución al problema alemán a través de la integración europea bajo el liderazgo de Francia y de Alemania Occidental; y lazos de seguridad más estrechos entre Europa y Estados Unidos.
Las democracias que salieron de la victoria sobre el nazismo edificaron un sistema de inclusión social, de Estado de bienestar, de mayor protección e igualdad, que, tras años de sufrimiento y sacrificio, se convirtió en el modelo inequívocamente europeo. Tras la catastrófica primera mitad del siglo XX, muchos intelectuales y políticos soñaron con recuperar una benigna versión de la modernidad que otorgara abundantes beneficios en vez de causar muertes y destrucción. Se trataba también de reducir los peligros de las versiones más extremas del nacionalismo, militarismo y autoritarismo. Francia volvió a ser para muchos ciudadanos europeos, con la Cuarta y Quinta República, el espejo del cambio social y de la estabilidad económica y política. El hecho de que Francia fuera un Estado democrático, más fuerte y estable que en los años veinte y treinta, y gozara de mayor legitimidad no significa que estuviera en paz, que la violencia política hubiera desaparecido o que no tuviera admiradores. La guerra combatida contra el movimiento de independencia de Argelia, entre 1954 y 1962, en la que aparecieron numerosos casos de tortura por parte del Ejército y de violencia sexual contra las mujeres argelinas, sacó a la luz la continuidad con la cultura militar de la violencia que se creía superada en las democracias occidentales.
Aquella guerra, algunas veces descrita como el Vietnam de Francia, cuestionó la misión civilizadora de los sistemas democráticos y pese a que se presentara como un conflicto civil y una revolución, puso al descubierto el racismo cotidiano al que los argelinos habían sido sometidos. La guerra en Argelia fue un escenario extraordinario para reafirmar la identidad viril de miles de franceses a través de la violencia, las armas y la exaltación de la fuerza.
El poscolonialismo produjo cambios importantes en Francia, al igual que en otras sociedades occidentales europeas, sobre todo porque todos esos nuevos inmigrantes con diferentes culturas, religiones y estilos de vida plantearon un notable desafío a la identidad nacional basada tradicionalmente en la homogeneidad cultural. Los intentos para responder a esos problemas dejaron su huella en las leyes, en el sistema de bienestar y en los partidos políticos mayoritarios, conservadores y de izquierda.
Las crisis económicas agravaron ya desde los años setenta las tensiones étnicas entre franceses e inmigrantes. La segregación en trabajos, viviendas y educación dieron paso a luchas frente al racismo y la discriminación. Y una nueva ultraderecha introdujo la xenofobia como una forma de sentimiento, agitó el descontento popular y apeló a los sectores populares franceses perdedores de la globalización, desatendidos por quienes se presentan como constructores de la unidad europea y sin posibilidad alguna de competir en el mercado internacional.
Lo que ocurre desde hace años en Francia tiene diversas raíces históricas, pero ha habido también un abandono de las clases trabajadoras por parte de la izquierda tradicional y un amplio desencanto y polarización en torno a las políticas de Macron. La democracia se ha vuelto más frágil y muchos perciben que solo es útil para el reducido círculo que impone sus decisiones a los demás. Los nuevos partidos populistas y ultraderechistas están ahora ya en todos los países, con su retórica ultranacionalista y su hostilidad al sistema democrático. Muchos dirigentes de la derecha ya no los ven como parias y les ayudan a transmitir una imagen de normalidad.
Europa ha dilapidado una buena parte de su prosperidad material y democrática y reaparecen algunos de los fragmentos más negros de su historia. Sin embargo, una buena parte de quienes tienen el poder económico y político no quieren tapar las grietas.
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