Salud
Un poeta sabe que escribir es dudar y que no es lo mismo ser sincero que decir la verdad
Abro la puerta, las ventanas, de esta columna, me quito la chaqueta y me pongo a ordenar mi equipaje. Después de mirar algunas fotos que me llenan los ojos de recuerdos, necesito tomar conciencia de lo que traigo conmigo. Soy poeta, catedrático, una persona de 63 años, que lleva colaborando en la prensa casi 40, porque desde mi juventud universitaria comprendí que tenía razón Ortega y Gasset cuando dijo que las sociedades necesitan los periódicos serios tanto como los laboratorios y las universidades. Las nuevas estrategias comunicativas no han hecho más que darle la razón. Lo sé porque me gusta participar en las redes. Si los maestros me abrieron los ojos cuando joven, los jóvenes me ayudan a mantenerlos abiertos para que mis manías y mis despensas no se queden ancladas en el festín melancólico del pasado. Intento evitar el olor a cerrado.
No soy un viejo cascarrabias. Por eso me pregunto qué puedo aportar cuando miro al mundo. En primer lugar, la confesión de que escribir es más una negociación con la duda y la incertidumbre que con las certezas. Hay que oírme cuando veo los telediarios en mi casa, se me va la lengua indignada por los cerros de la verdad. Pero un poeta sabe que escribir es dudar y que no es lo mismo ser sincero que decir la verdad. De manera espontánea se deja uno llevar por la corriente con toda sinceridad. Luego, me gusta advertir, visto lo visto, la facilidad con la que un acierto puede convertirse en un error y una virtud en un defecto. Y termino reconociendo que los debates sobre muchos asuntos (nacionalismo, religión, trabajo, libertad, nuevas tecnologías, bulos, extrema derecha…), no me interesan como obsesiones aisladas, como temas candentes, sino en su relación con la dignidad democrática, esa vieja señora que hoy es una refugiada más en Europa. Para huir del cinismo, me he convertido en un optimista melancólico.
Luis García Montero, nuevo columnista de EL PAÍS
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