Nostalgia del futuro
Los síntomas de que la política lleva tiempo lastrada en España por un vicio retrospectivo son abundantes. Pero el más prominente es la canonización del término “relato” en su acepción posmoderna, rabiosamente contraria a la investigación historiográfica
Aunque la cosa viene de más atrás, desde la crisis de 2008 el porvenir de las democracias liberales, que durante décadas se había dibujado en un horizonte de esperanza social a largo plazo, se pobló de unos nubarrones que aún persisten y a menudo nos dan la impresión de un bloqueo histórico. Cuando la acción política no logra construir un futuro común para la ciudadanía, surge la tentación de cambiar el porvenir —campo de juego natural de las ofertas políticas— por el pasado como marco de la discusión pública. Por ello se produce un curioso quid pro quo: para no reconocer que la política se engolfa en el pasado porque no es capaz de alumbrar un futuro, se argumenta que sólo se conseguirá avanzar resolviendo las cuentas pendientes. La política, ebria de frustración por su impotencia para transformar el presente, intenta promover cambios retrospectivos para así alcanzar —moviendo una palanca, como en La máquina del tiempo, de H. G. Wells— un porvenir distinto.
En nuestro país, los síntomas de que la política lleva tiempo lastrada por este vicio retrospectivo son abundantes, desde la conversión de la colonización de América en cuestión de actualidad hasta la tenaz dedicación del nacionalismo a reescribir patrióticamente el pasado de su estirpe (el Institut Nova Història nos ha descubierto la catalanidad de Cervantes, Shakespeare y Erasmo, entre otros), pasando por el constante flashback de la Segunda República y la Guerra Civil, por las disputas en torno a la memoria “histórica” o “democrática”, por las portadas de prensa que en los últimos años ha tenido el dictador Francisco Franco o por el cuestionamiento de la Transición democrática y de la Ley de Amnistía, por mencionar sólo algunos casos.
Pero el más prominente de estos síntomas es la canonización del término “relato” en su acepción posmoderna, rabiosamente contraria a la investigación historiográfica. Esta última se dedica a establecer lo ocurrido a partir de hechos y datos, un trabajo que, como toda actividad científica, está constantemente sometido a revisiones críticas derivadas de la aparición de nuevos documentos o nuevas metodologías. En cambio, el “relato” alude a la intención moralizante de corregir el pasado para que quede diáfanamente claro quiénes fueron los buenos y los malos, algo que obviamente cae fuera de la tarea del historiador y de la del político. En textos muy conocidos, Max Weber escribió contra esa “ética” que, “en lugar de preocuparse de lo que corresponde al político, el futuro y la responsabilidad frente a él, se pierde en cuestiones sobre las culpas del pasado que, por insolubles, son políticamente estériles” y conduce a “la inevitable falsificación del problema en función del interés del vencedor en conseguir las mayores ganancias”. Y concluye Weber: “Si hay algo abyecto es esa utilización de la ‘ética’ como medio para tener razón”.
El resorte principal de esta actitud es la malhadada letanía de que “la historia la escriben los vencedores”, que, además de sugerir que toda investigación historiográfica es sesgada (negando la posibilidad del conocimiento científico del pasado), ignora que una historia escrita por los vencidos estaría igualmente sesgada, aunque en la dirección contraria, y que ni siquiera el pesimista más metafísico se atrevería a sostener que en las batallas de la historia siempre han ganado los malos y que todos los derrotados eran virtuosos y justos. De ahí un segundo quid pro quo, que consiste en deducir del lema de que la historia la escriben siempre los vencedores, la conclusión de que quien escriba su última versión será el auténtico vencedor, convirtiendo así el “relato” en una manera de ganar en la ficción lo que se perdió en la realidad. Por eso hay una auténtica competición por contar el relato final: no por amor a la verdad, sino a la victoria. Lo peor es, sin duda, cuando se intenta imponer la sustitución de la realidad por esa ficción, legitimando así la aparición de los famosos “hechos alternativos” que, pese a lo que hoy creen muchos, no son una invención reciente ni exclusiva de los asesores de Donald Trump.
Nada se opone, desde luego, a la clásica visión de la historia como maestra de la vida, en el sentido de que el conocimiento de las atrocidades del pasado ayude a prevenir su repetición. El reconocimiento debido a las víctimas de esas atrocidades y el castigo de sus culpables no es competencia del historiador (aunque no podría realizarse sin su trabajo de investigación y documentación) pero constituye, hasta donde es posible, una obligación pública de toda democracia de derecho. Sin embargo, lo que resulta funesto es convertir la acción política en un ajuste de cuentas con las injusticias del pasado, como podemos hoy comprobar viendo adónde están conduciendo a Vladímir Putin los intentos de restaurar el glorioso pasado de la Unión Soviética.
Y es que ese ajuste es humanamente irrealizable (su escala es claramente teológica: la máquina del tiempo es un artefacto de factura divina, como el juicio final) y, por lo tanto, quien promete desenredar las madejas de la historia y separar a los justos de los pecadores promete lo imposible y engaña a sus seguidores. Una de las secciones de la colección reordenada del Museo Reina Sofía de Madrid se ampara en esta pregunta: “¿Se puede rebobinar la historia?”. Es como preguntar si es posible evitar que haya pasado lo que efectivamente pasó, cuando está claro que lo propio —y a menudo lo trágico— de la historia humana es su carácter irreversible, mientras que su rebobinado, igual que la resurrección de los muertos, no es materia de la historia sino de la religión. Quienes formulan la pregunta no solo quieren mirar lo mismo con otros ojos: aspiran a construir un relato visual —no confundir con la Historiografía del Arte, que es un trabajo mucho más largo y tedioso sobre los hechos artísticos— que dé la razón a la ideología política que ya tenían antes de iniciar la reescritura de su propia historia, descargando su santa indignación contra los hechos que la cuestionan y sustituyendo la experiencia artística de los espectadores por la confirmación de sus prejuicios.
Este tipo de operaciones, más que llevar a cabo un acto de justicia, tienden a desatar lo que Nietzsche llamaba “la furia insensata del resentimiento” y, como ya nos enseñaron los trágicos griegos de la antigüedad, el ansia de venganza por las afrentas sufridas en el pasado es tan insaciable que no se puede acabar con ella compensando los crímenes anteriores con otros de signo contrario en el presente, pues a estos les seguirán inevitablemente otros posteriores para intentar cuadrar las cuentas. Únicamente el Derecho, impersonal por definición, deja de considerar las faltas como un enfrentamiento entre particulares que buscan resarcimiento y las juzga como un daño producido a toda la colectividad al infringir la ley, que a todos ampara por igual, y que es la verdadera víctima que debe ser restaurada y honrada. El futuro sólo se alumbra con la política de las luces, no con la de las sombras.
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