Ignaros
Sean quienes sean los que están pariendo la ley educativa más absurda de todos los tiempos, lo cierto es que la están haciendo a la medida de su entendimiento
La ley de educación que se está forjando en las catacumbas del Gobierno (aunque es improbable que ni un solo alto cargo socialista arroje a sus hijos a semejantes fauces) es un prodigio de transparencia. Un documento tan fiable sobre el alma progresista como lo es la radiografía de un tuberculoso sobre sus pulmones.
Primer punto: los gobernantes que nos someten a sus doctrinas no son educadores. Ellos creen que la educación es un útil que sirve para fabricar súbditos destinados a votar a los partidos llamados “de izquierda”. Ninguna otra actividad mental o física de los niños les interesa más que su futura papeleta. Que vote progresista, aunque sea un tarugo, vienen a decir, dando por supuesto que no hay en ello una temible duplicación.
Segundo punto: no hay un autor, un responsable, un ideólogo que ponga rostro, nombre y explicación a este artículo de ingeniería social. Por lo menos con aquella señora Isabel Celaá, que ahora sabemos que era (y seguirá siendo) millonaria, podíamos identificar un personaje con toda la suerte de desatinos que proponía.
Tercer punto: sean quienes sean los que están pariendo la ley educativa más absurda de todos los tiempos, lo cierto es que la están haciendo a la medida de su entendimiento. Así, por ejemplo, la supresión de los suspensos debe de ser algo que llevan sobre la conciencia desde que pisaron su primer colegio. Saben que la ocultación del fracaso, disimularlo o mentir sobre el mismo, conduce al éxito en España. Lo que ya le ha sucedido a mucho alto cargo actual. Todo lo cual explica que los socialistas pudientes envíen a sus hijos a colegios privados, preferentemente extranjeros, sobre todo en sociedades tan sectarias como Cataluña. Que los pobres sean ignorantes está sancionado por la ley de Dios, pero que también lo sea el hijo de un ministro, eso es algo intolerable.
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