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Ofensiva de Rusia en Ucrania
Tribuna
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La razón y el sueño

Tanto antes como después de la invasión, muchos “progresistas” han desgranado argumentos que intentan justificar la pasividad y la inacción respecto a Ucrania

'El sueño de la razón produce monstruos' (1797-1799), de Goya, en la colección del Prado.
'El sueño de la razón produce monstruos' (1797-1799), de Goya, en la colección del Prado.
Antonio Elorza

A diferencia de otros idiomas, en español la palabra “sueño” designa el acto de dormir y también la imaginación de sucesos mientras se duerme. El famoso capricho de Goya El sueño de la razón produce monstruos suele ser interpretado en el segundo sentido. Sin embargo, hay algo que invalida esa versión: los murciélagos rodean la cabeza del durmiente y, sobre todo, un bicho está apoderándose de su pluma. Es decir, cuando la razón duerme, los monstruos se apoderan de la palabra.

Algo así sucedió inicialmente al aproximarse la invasión de Ucrania, aunque sofocado luego por el coro general de conmiseración y de condena, inevitable al difundirse las imágenes del crimen. Pero, antes de que cayeran los primeros misiles, había un inexplicable reparo a llamar las cosas por su nombre, propensión que luego alcanzó hasta al papa Francisco. “Ucrania no es popular”, me confesó una amiga periodista y, de hecho, las colaboraciones anunciando la invasión tropezaban con reticencias. Confiemos en que Putin cumpla su palabra de no invadir, tal era la idea subyacente a tantas aprensiones.

Pero Putin invadió, y además lo hizo ateniéndose a sus declaraciones previas de que Ucrania era Rusia y que estaba dispuesto a acabar con su independencia a toda costa. A través de Russia Today y de otros transmisores a escala internacional, sembró una serie de fake news y amenazas destinadas a alcanzar notable eficacia: por supuesto, no iba a invadir; su propósito era desnazificar Ucrania y frenar la agresiva expansión de la OTAN hasta las fronteras de Rusia. Para terminar, la más impactante: Rusia estaba dispuesta a emplear armas nucleares contra quien se opusiera a sus razonables propósitos.

Había que tomarle en serio, pero una cosa era analizar sus mentiras y amenazas y otra aceptarlas como premisa para justificar la pasividad y el abandono de Ucrania. Van en este sentido las objeciones, suscritas por Pedro Sánchez, a favorecer el futuro ingreso del país en la UE. De consumarse esa actitud, abriría la puerta a Putin para una nueva ofensiva, dirigida esta vez contra la OTAN en los países bálticos.

Entre nosotros, la fórmula más usada de anestesia procedió de calificar Ucrania como país nazi (Putin), casi siempre adoptada de modo indirecto, al advertir de que una resistencia a Rusia estaría protagonizada por los nazis locales, y, sobre todo, devolviendo la pelota a los solidarios. Se convertirían estos en filonazis inconscientes por volcarse en ayuda a los ucranios, “blancos, rubios y de ojos azules”, mientras olvidaban la tragedia siria (Jordi Évole). Una réplica inmediata consiste en advertir que es lícito volver la mirada allí, denunciar las insuficiencias, pero no para anular el valor de la ayuda a los ucranios. La humanidad es hoy Ucrania. Además, durante décadas, muchos ciudadanos estuvimos lejos de cerrar los ojos ante la opresión de palestinos, sirios o gente de color en Estados Unidos. Y frente a la invasión de Bush en Irak.

La eficacia de tal descalificación ha sido notable, utilizándola muchos “progresistas” para justificar la pasividad. Parecía haber sobrada demanda de coartadas para refugiarse en la inacción.

Un curioso complemento de lo anterior era la simbiosis entre Rusia y Putin. Antes del día 24, no faltaban quienes achacaban el cerco militar sobre Ucrania al miedo de Putin. El testigo pasó a la humillación de Rusia, incluso con cita de Dostoievski. Rusia sería capaz de soportar el sufrimiento, y es, pues, merecedora de que al vencer Occidente no planifique su destrucción. Falacia total, porque quienes condenan la invasión, igual que los ucranios, son conscientes de que el agente de la destrucción se llama Vladímir Putin, no un pueblo ruso que padece la opresión criminal de un Estado KGB, aunque la mayoría respalde al tirano. Una inverosímil derrota de Putin en Ucrania sería la señal de la difícil y necesaria liberación de Rusia.

La gran coartada fue el rechazo por Putin de la indebida expansión de la OTAN. Aquí no solo es el progresismo oficial, con Podemos al frente, el que reprodujo la visión de que la OTAN es el Mal —”es genocida”, dijo un podemita anónimo en una Russia Today feliz con la actitud del grupo. Era el mismo día en que retransmitió en directo el masivo traslado de tropas a Bielorrusia para el pícnic de Ucrania—. Por ello, era preciso denunciar todo cuanto hiciera ese conglomerado contra Putin como instrumento del imperialismo. Los programas de Pablo Iglesias en La base, guion para las condenas de Ione Belarra, descansaban sobre esa supuesta verdad primaria.

¿Tenía la OTAN que detener su expansión, que hasta ahora no solo no atacó a Rusia, sino que toleró las agresiones de Putin contra Chechenia, Georgia y Ucrania? Primero, no hubo compromiso alguno escrito con Gorbachov. Segundo, las intervenciones rusas de los noventa en el “círculo próximo” (Abjasia, Transnistria), luego la feroz recuperación de Chechenia, justificaban de sobra el ingreso de Polonia o los países bálticos en la OTAN como medida de protección. Yeltsin y Primakov, menos aún Putin, no eran Gorbachov.

Asevera Pablo Iglesias que sus juicios están presididos por “la objetividad” frente a “la propaganda” que caracteriza a los demás y, en particular, a sus enemigos declarados, expresión de las cloacas. El exvicepresidente proporcionó así los medios para desautorizar la política de Sánchez. Su esquema mental era el de las campañas soviéticas por la paz, desde 1950: haga lo que haga, Occidente encarna la guerra. Putin esgrime la amenaza nuclear: no condena, sino retransmisión del aviso.

Un último rasgo de tales objetores fue la preferencia por descalificar de entrada a quienes ponían en relación a Putin con Hitler. Les irritaba la comparación, obra de Hillary Clinton. Y no es que en rigor Putin sea nazi o fascista, aunque ya su lógica de inversión del lenguaje, al insistir en la Ucrania genocida, coincida plenamente con el Arbeit macht frei de Auschwitz, aderezada con toques mafiosos (el “te follaré, guapa, quieras o no”, dirigido a Ucrania). Putin se sitúa en la convergencia entre el gran maestro, Stalin, y las corrientes del nacionalismo eslavófilo que desde el siglo XIX parten de Karamzin y Danilevski para alcanzar de forma bien tosca al ideólogo de servicio, Alexander Dugin, con su Santa Rusia, su Eurasia y el falso multipolarismo anti-USA.

Hitler está ahí en cuanto antecedente de un irredentismo belicista, apoyado en la nostalgia del imperio perdido (Reich o zarista/URSS), y también como patrón de un modo de actuación para avanzar un nuevo paso hacia la gran Rusia, agregada con Ucrania y Bielorrusia, y rodeada de vasallos en su lucha contra Europa. Lukashenko, tan estimado como Putin por nuestros comunistas, lo explicó con claridad en Russia Today.

Ahí estamos, al borde de una tragedia pronto consumada. El giro conformista, movido por una visión capitalista a corto plazo, cambia ahora de semblante y se autocalifica de “neorrealismo”. Asume la crítica a la “bélica” OTAN expansionista que irritó a Putin —citando a Georgia y Ucrania, que nunca ingresaron—, también la alternativa al “unipolarismo” de EE UU desde el “multipolarismo” de la declaración de Pekín —de hecho, un bipolarismo Rusia-China vs EE UU (Occidente)—, como bases de un nuevo equilibrio. Para nada cuentan el expansionismo demasiado visible de Putin, fuera de análisis, ni Taiwán, y Europa podría actuar como mediador o árbitro entre “las dos superpotencias”. La razón aquí verdaderamente sueña.

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