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Ofensiva de Rusia en Ucrania
Tribuna
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Mackinder, China y el imperio gamberro

Europa necesita grandes acuerdos entre los partidos políticos que erradiquen todo lo que mine su unidad. Lo que está en juego va mucho más allá del escenario ucranio; es su propia libertad

Guerra en Ucrania
Raquel Marín
José María Lassalle

Rusia perpetra delante de Europa una guerra a cámara lenta. Lo hace con un objetivo perverso: generar en los europeos un diferencial psicológico entre nuestra indignación y nuestra incapacidad. Un diferencial que desemboca en una frustración impotente que, además, chapotea en el difícil territorio político del miedo. Querríamos hacer algo más que sancionar comercialmente a Rusia, suministrar armas a los ucranios y ser hospitalarios con quienes buscan la protección de nuestras fronteras. Desearíamos interponernos entre el agresor y el agredido como en una disputa callejera entre un gamberro y su víctima, pero no podemos.

Sabemos que la legalidad democrática no lo permite y constatamos nuestra impotencia para disuadir a Rusia e impedir que los ucranios sufran el pataleo diario que debilita su resistencia. Esta situación trágica nos retuerce éticamente porque consumimos gas y materias primas rusas a la espera de desembarazarnos de su dependencia. Algo que tardará en suceder, como los efectos sísmicos que causará la recepción de millones de refugiados ucranios, que impactarán a no muy tardar sobre nuestras inestables sociedades y pondrán a prueba los lazos europeos de solidaridad y convivencia.

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La administración de la violencia que visualizamos no sucede en Alepo o Kabul, sino en ciudades y con gente que recuerda nuestra vida cotidiana. Es triste afirmarlo, pero es un hecho que nos interpela en términos culturales y sentimentales. Esta circunstancia nos desestabiliza emocionalmente al abrir con facilidad las compuertas del miedo y la incertidumbre. Las detonaciones bélicas se escuchan en toda Europa. Intuimos, incluso, que la guerra puede llegar hasta nosotros y golpearnos directamente. ¿Nos protege de ella el muro de sanciones que hemos interpuesto entre Rusia y nosotros? Si no han impedido que el invasor siga aplastando al pueblo ucranio, ¿su impacto minará la capacidad de Rusia en el futuro de agredir Moldavia, las repúblicas bálticas o Polonia a través del corredor de Suwalki?

Pasa el tiempo y Rusia continúa la guerra sin apenas oposición política ni necesidad de emplear toda su capacidad militar y, por el momento, sin muestras de fatiga interna. Estrangula lentamente a Ucrania en el terreno militar. Lo hace como si quisiera forzar a Europa a verlo y a soportar, por tanto, los costes éticos y psicológicos de no poder impedirlo materialmente. De hecho, empezamos a normalizar la indignación mediante un consumo informativo que opera como parte de un diseño de guerra híbrida que debilita nuestro compromiso con Ucrania. Putin sabe que estamos cansados por la pandemia y los efectos de la crisis social y económica que ha producido. Como sabe también que la indignación europea es un malestar de ida y vuelta. Puede galvanizar a corto plazo a la opinión pública pero, si la guerra y sus efectos se alargan, erosionar su resistencia. No minusvaloremos esto. Rusia es experta en hackear opiniones públicas a través de la ciberguerra. Lleva preparándose desde hace muchos años y la sociedad europea está siendo impulsada muy rápidamente por sus líderes democráticos a cambiar sus prioridades estratégicas sin medir el impacto político que puede tener. No digo que no tenga que hacerse, pero hay que pensar mejor la forma de comunicarlo y el relato que aborde tan arriesgado esfuerzo.

Pasar de querer reconstruir la prosperidad europea a sustituir esta prioridad por la seguridad tiene sus costes y provocará desequilibrios internos muy profundos. Máxime cuando el éxito de la vacunación y la tranquilidad que generaba el relato de los fondos Next Generation se ha interrumpido de golpe en el imaginario colectivo. Además, la seguridad se ha colado en el inconsciente europeo por la puerta de atrás del miedo. Esto cambia la solidaridad continental de un eje de consenso Norte-Sur a otro Este-Oeste. Modifica el diseño de una economía verde a otra armamentista y geopolítica. La digitalización, que contribuía a reducir la huella de carbono, tendrá en el futuro que enfatizar la apuesta por una soberanía tecnológica que garantice chips y ciberresiliencia. Y, por último, nuestro modelo energético tendrá que acelerar a contra reloj su autonomía mediante un impulso de renovables que solo podrá conseguirse si se asumen costes de transición tan elevados que pueden comprometer la viabilidad estructural de una estrategia de descarbonización pensada para 2050

Todos estos cambios pesarán sobre las capacidades económicas europeas. Sobre los fondos Next Generation y sobre los liderazgos internos dentro de la Comisión. Entre otras cosas, porque provocarán un estrés institucional que requerirá una gestión más realista. Europa tiene que asumir que está en el punto de mira de un imperio gamberro que patea a los ucranios para intimidarnos con su violencia. Quiere el Donbás y neutralizar lo que quede de Ucrania bajo un Gobierno títere. Pero quiere más. Quiere testar las capacidades militares de Estados Unidos y los niveles de compromiso político que es capaz de desplegar esta superpotencia dentro de la lucha por la hegemonía global que libra con China.

Aquí es donde el gigante asiático entra en juego, y la Nueva Ruta de la Seda también. La invasión de Ucrania fuerza a Europa a tener que protegerse de Putin, pero a Estados Unidos a defenderla mientras hace lo mismo con Taiwán, Corea del Sur, Japón o Australia. Una estrategia de largo alcance que compromete a Europa en su pretendido proyecto de convertirse en tercer actor global. No en balde le obliga a invertir en seguridad y reformular su modelo de estabilidad interna ante los retos socioeconómicos que se vislumbran y que ahora le exigen militarizarse frente a un imperio gamberro con capacidades intimidatorias y de resistencia que desbordan las europeas a corto y medio plazo.

Pensar este escenario está sujeto a urgencias que comprometen incluso nuestra supervivencia. Por eso, la política europea exige consensos entre los grandes partidos políticos que erradiquen la polarización y todo lo que mine nuestra unidad. Europa necesita políticas realistas que sirvan a ideales democráticos. Lo explicaba Harold Mackinder en Democratic Ideals and Reality hace un siglo cuando prevenía a Europa de los riesgos del momentum que vivía durante las negociaciones del Tratado de Versalles en 1919. La historia vuelve a pivotar sobre la geografía. La Nueva Ruta de la Seda quiere instaurar una hegemonía que someta al Viejo Continente a los intereses geopolíticos de una superpotencia euroasiática que, bajo el liderazgo chino y la ayuda rusa, se extienda del Volga al Yangtsé.

Por ello, Rusia no duda en mostrarse ante Europa como un pretoriano con poder nuclear y convencional al que nutre militarmente una extraordinaria industria de armamentos. Un matón con musculatura espartana que ha disciplinado a su pueblo bajo un diseño vertical que excepciona la democracia y silencia a cualquier opositor con el ruido de un zarismo tecnológico que hegemoniza las redes sociales. Un mafioso que ha militarizado su economía con un PIB sumergido operativamente en la deep web. Gracias a este imperio gamberro, la competencia comercial europea frente a China a través del arancel verde que suponía su apuesta por una economía descarbonizada tendrá que esperar. La guerra en Ucrania ha frustrado este objetivo. Es más, ha logrado que China siga siendo nuestro primer socio comercial y aumente nuestra dependencia hacia ella gracias a una Ruta de la Seda que se hace más irremplazable que antes. Sobre todo, si se quiere que China medie y ponga fin a la guerra. La historia vuelve a ponernos a prueba, como decía Mackinder, comprometiendo la libertad de Europa.

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