La nueva doctrina de la intimidación nuclear
Putin apuesta por una escalada sin límites. Tras la destrucción de las ciudades ucranias por medios convencionales, acecha el arma de disuasión. Llevando al paroxismo la guerra preventiva de Bush, el líder ruso busca sentar un precedente
No hay dos guerras iguales, pero hay algo que permite comparar la invasión de Irak en 2003 y la de Ucrania en 2022. Es de difícil percepción, ciertamente, porque solo Vladímir Putin lo conoce, puesto que está en su cabeza, y solo se destila ocasionalmente en algunas palabras suyas o de sus colaboradores, especialmente su ministro de Exteriores, Sergei Lavrov. Se trata de la plantilla argumental utilizada por el Kremlin para explicar la injustificada agresión a Ucrania, un calco casi exacto de los preparativos y la desgraciada invasión del ejército de Estados Unidos del país árabe para derrocar a Sadam Husein.
Como Bush en 2003, Putin se ha acogido ahora al concepto perverso de la guerra preventiva, la que declara un país que quiere eliminar una amenaza supuestamente existencial e inminente. Y como su homólogo estadounidense hace 19 años, se ha visto obligado a fabricar un castillo de mentiras para justificar, como si fuera una guerra en defensa propia, lo que no es más que una agresión unilateral e ilegítima contra un país que no constituye amenaza alguna, ni inminente ni lejana, para la población, las fronteras, la integridad territorial o el gobierno del atacante.
El gobierno de Bush inventó unas armas de destrucción masiva, quizás nucleares, con las que el dictador iraquí podía atacar a sus vecinos, llegó a fabricar las supuestas pruebas de su existencia y las llevó al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. El imitador ruso de Bush, en cambio, ni siquiera se ha molestado en falsificar algún documento o amañar algún testimonio. Ni tampoco lo ha llevado ante organismo alguno, a excepción del aval meramente de trámite del Consejo de Seguridad de la Federación Rusa, el grupo de sumisos boyardos incapaces de llevar la contraria al autócrata todopoderoso.
Todo cuanto explica Putin para justificar la guerra sucede solo en su mente, donde la Ucrania desarmada desde 1996 de todo su cohetería nuclear, más de 1.800 cabezas, es presentada como una amenaza inminente para la seguridad de Rusia. Este es un argumento especialmente amargo para el país que en 1994 entregó su entero arsenal, el tercero del mundo al término de la Guerra Fría, a cambio de que Rusia garantizara sus fronteras y su integridad territorial, incluyendo la península de Crimea luego arrebatada. Sadam Husein, en cambio, derrotado en la primera guerra pero no derrocado por Bush padre, jugó al gato y al ratón con los inspectores de la Agencia Internacional de la Energía hasta el último momento en 2003, de forma que la persistente ambigüedad sobre el arsenal que no poseía sirvió a la Casa Blanca para invertir la carga de la prueba, y hacerse así con la excusa para invadir primero y dejar para después su búsqueda.
Putin sigue la plantilla pero no se anda con miramientos. No ha buscado una coalición internacional como hizo Bush padre en la guerra perfectamente legal y legítima organizada para echar a Sadam Husein de Kuwait en 1991. Tampoco consiguió el objetivo más reducido de la ‘coalición de voluntarios’ de Bush hijo, resumida en la foto de las Azores con Tony Blair, que participó en la invasión, y con Aznar, que solo mandó un buque y encima llegó a destiempo. El único socio fiable de Putin, que le ha prestado incluso el territorio de su país para el ataque, es Alexander Lukasehnko, el dictador de la vecina y utilísima Bielorrusia, en justa correspondencia por el apoyo al amaño de las elecciones presidenciales y a la represión de la oposición. Su aval internacional más valioso es el de la China cautelosa y preocupada de Xi Jinping, que combina los gestos de comprensión y de apoyo frente a Estados Unidos con una abstención en las votaciones de Naciones Unidas con la que Pekín evita definirse y se ofrece incluso como mediador de una futura negociación.
La amenaza que pueda representar Ucrania es cualquier cosa menos un motivo legítimo para la guerra. Es un insulto a la inteligencia considerar que se ha producido un genocidio contra la población rusófona o incluso que pueda producirse, especialmente en el Donbás secesionista, donde desde hace ocho años son los milicianos rusófonos, en gran parte llegados de otros puntos de Rusia, los que controlan el territorio y la población. Putin es especialista en convertir a la víctima en culpable e incluso en verdugo, atribuyéndole los crímenes que él mismo está cometiendo. El efecto más trágico de esta tergiversación es su utilidad de puertas adentro en Rusia, donde la población no tiene apenas noticia de la invasión, gracias a la represión de las protestas; al secuestro literal de los cadáveres de los soldados rusos muertos en combate para evitar el espectáculo del duelo al entregarlos a las familias; y a una censura que alcanza incluso a la prohibición de llamar guerra a la guerra e invasión a la invasión. Es elocuente, en este sentido, el peligroso ataque a la central nuclear de Zaporiyia, la mayor de Europa, con el que Putin argumentará que está desarmando a Kiev al arrebatarle los instrumentos para fabricar la bomba en el futuro, de nuevo en el esquema falsificador de desposeer de armas de destrucción masiva a un Estado terrorista similar a Irak, Irán o Corea del Norte.
Más transparente es la identificación de la pretendida amenaza con las aspiraciones de Kiev a ingresar en la OTAN. Para corregir la desaparición de la Unión Soviética, considerada por el presidente ruso como la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX, su actual legatario pretende no tener más remedio que acudir a una guerra sin límites y al peligro de una catástrofe ya no geopolítica sino nuclear. La guerra como último recurso de la tradición civilizada a la que Rusia decía pertenecer se convierte así en la guerra atómica como amenaza de primer recurso en las relaciones internacionales.
Está muy bien documentada, especialmente por la profesora Marie Elise Sarotte (No One Inch. America, Russia, and the Making of Cold-War Stalemate, 2021), la mendacidad radical del argumentario de Putin sobre los compromisos occidentales respecto a la acotación del espacio de expansión de la OTAN. No los hubo por escrito, pero tampoco verbales. Hubo conversaciones, naturalmente. Y también divergencias por parte occidental, especialmente a la hora de resolver el dilema endiablado que se plantea en distintos momentos, primero con el último dirigente soviético, Mijaíl Gorbachov, y luego con el primer presidente ruso, Boris Yeltsin, entre ampliar la OTAN o favorecer el asentamiento de la democracia en Rusia, siempre con la cuestión del peligro de proliferación nuclear de por medio. Se plantea por primera vez ya con la unificación alemana. Prosigue luego con las candidaturas de Polonia, Checoslovaquia y Hungría, impulsadas por figuras carismáticas como el polaco Lech Walesa y el checoslovaco, Václav Havel. Y se resuelve en cuanto se comprueba, con razones sólidas ahora corroboradas, que no ha habido propiamente una transición en Rusia, sino la mera instalación de un decorado democrático sobre una realidad mafiosa y autoritaria, en la que crecieron a toda prisa las flores monstruosas del resentimiento y de la revancha.
La primera comprobación del pésimo rumbo político del imperio desmembrado se produjo muy pronto, en 1993, con ocasión de la primera guerra de Chechenia, cuando el comportamiento de las tropas rusas horrorizó al mundo entero y llevó al corresponsal de The New York Times a declarar “el fin del sueño liberal de Rusia”. Todavía más salvaje fue la segunda guerra chechena, ya toda entera en manos de Putin como primer ministro y luego presidente, como sucedería luego en las guerras de Georgia y Siria. Retrospectivamente, está claro que el aparato policial y militar soviético, que es el auténtico núcleo de poder, favorecido por las privatizaciones y la liberalización mafiosas, le encargó en 1999 al jefe de los servicios secretos que resolviera todo lo que los políticos, es decir, Gorbachov y Yeltsin, no pudieron o no supieron hacer. Una de las tareas era evitar que la OTAN siguiera su ampliación oriental. La siguiente que recuperara los territorios perdidos desde 1997. Y la más inmediata y condición previa a su nombramiento, que se comprometiera a proteger a Yeltsin y a su familia ampliada de parientes y amigos enriquecidos a la sombra corrupta del poder.
En la cabeza de Putin se hermanan las dos guerras. Y con el paralelismo pone en marcha la máquina retórica de la ley del embudo, tan práctica para justificar cualquier atrocidad con las atrocidades reales o supuestas de los otros. ¿Si Estados Unidos lo hizo, por qué no Rusia? Si Bush se vengó por el 11-S, aunque Sadam nada tuviera que ver, Putin se venga por la desaparición de la Unión Soviética. Si hubo prohibición del partido Baas en Irak, deberá haber también desnazificación, es decir, prohibición de los partidos considerados antirusos en Ucrania. Si el ejército iraquí fue disuelto y se nombró un gobernador estadounidense, ¿por qué no habrá que disolver el ejército ucranio y nombrar un gobierno pro-ruso o directamente formado por rusos? Si Bush echó a Sadam, y éste acabó ejecutado, Putin quiere echar y probablemente ejecutar a Zelensky.
La guerra de Bush fue una catástrofe en todos los sentidos. En pérdida de vidas, desplazamientos de población, vulneraciones de derechos, destrucción de riqueza, siembra de terrorismo, retroceso del multilateralismo y de las instituciones internacionales, empezando por Naciones Unidas. Un enorme fracaso político que dos décadas más tarde todavía gravita sobre la política exterior de Estados Unidos, el desorden internacional y la imagen de su democracia. La velocidad de la destrucción en la guerra de Putin, solo en diez días, lleva un camino todavía peor en todos los capítulos, y especialmente en víctimas civiles. Con algún agravante sustancial que diferencia ambas invasiones. La bandera que Putin levanta es la misma que enarbolaba Sadam Husein, mientras que la de Bush, a pesar de sus imperdonables errores en cadena, es la que defiende Zelensky. La de Bush fue una guerra ilegal e injusta librada por principios e ideas decentes, mientras que la de Putin es una guerra ilegal e injusta librada por los peores motivos e ideas. Entre otros, apoderarse de Ucrania, recuperar el espacio de dominación soviética de Europa y anular cualquier ejemplo de democracia que pueda inspirar a los rusos demócratas, objetivos para los que Putin está dispuesto a escalar hasta un límite que Bush jamás imaginó, como es un primer golpe nuclear.
Había todos los motivos para conmoverse y salir a la calle contra la guerra de Bush en 2003. No había ni uno para defender a Sadam Husein. Ahora son todavía más poderosos los motivos para manifestarse contra Putin y en favor de Ucrania y, por cierto, ni uno solo para gritar contra la OTAN. Solo hay una guerra justa, y esta es la defensiva ante una agresión. Es decir, la que libran los ucranios contra el ejército invasor. Nada más decente que acudir en ayuda de quien es agredido injustamente. Y todavía con más motivo si se enfrenta en solitario a un enemigo que tiene a la democracia liberal y a Europa en el punto de mira, y que ha demostrado su más absoluto desprecio por la paz y por la vida humana.
Putin lo ha dicho bien a las claras en su última conversación con Macron: la escalada que se propone no tiene límite alguno. El arma nuclear le espera al final de la escalada de la destrucción por medios convencionales de las ciudades e infraestructuras y de la invasión terrestre para controlar a la población y cambiar al gobierno. Detrás de la agresión a Ucrania aparece la figura nueva y siniestra de la Doctrina Putin, que permite esgrimir el arma nuclear como instrumento ya no para cambiar un régimen sino el mapa del orden europeo y mundial a través de una disuasión asimétrica. Con la convicción de que los países democráticos y liberales no realizaran actos de guerra que puedan desencadenar la respuesta de un golpe nuclear, Putin se permite invadir y destruir un país, y lo que es peor y más amenazante, sentar un inquietante precedente.
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