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Leyendo de pie
Columna
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¿Putin o Shostakóvich?

La oscurantista frivolidad y la hipocresía biempensante de los “correctos” de Occidente pueden muy bien salirse con la suya si no le salimos de una vez al paso

Ibsen Martínez
Anna Netrebko
La soprano rusa Anna Netrebko, en una imagen de 2019.Luca Bruno (AP)

El bombardeo inmisericorde de un hospital infantil es más desolador que la cancelación de un abono para un ciclo de conciertos. De eso no me cabe la menor duda.

Sin embargo, en medio de la incertidumbre que causan las amenazas de apocalipsis nuclear proferidas por gente con potestad de apretar el proverbial botón, rebota sin cesar en mi ánimo, desde hace semanas, el disgusto por la animosidad hacia Rusia, sus artistas de hoy y sus glorias literarias de siempre que, indiscriminadamente, vienen mostrando universidades, centros culturales y salas de conciertos de Occidente. Más que disgusto, me doy cuenta al escribirlo, lo que siento es algo parecido al miedo. Los despachos de prensa me hacen pensar que no estoy solo en esto.

Por ahora es un temor poco diseminado, difuso y afín, me parece, al que en los años 50 y 60 causaba la idea del exterminio atómico mutuamente asegurado por los dos bloques que entonces tironeaban del género humano. Es decir, algo más bien de sobremesa, algo de lo que la gente sensata hablaba sin sentirse afectada directamente, algo que probablemente no ocurriría jamás.

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Ya los jóvenes europeos y japoneses no hacen plantones, como otrora, ante las bases europeas de la OTAN sembradas de ojivas. Mi impresión, seguramente equivocada, es que solo aquellos greñudos protohippies y algunas casas productoras de Hollywood parecieron tomarse el asunto en serio. Hollywood sacó todo el provecho posible a la amenaza hasta que una genial sátira de Stanley Kubrick pareció agotar el tema.

Es sabido que un primordial efecto de la proliferación de armamento nuclear fue la familiaridad con la idea del acabóse planetario, la inevitable desaprensión mediática ante una amenaza que no acaba de concretarse. De allí, también, el desparpajo que, desde hace tanto tiempo, imbuye a los líderes del ya bastante nutrido club de la bomba. La parla progre llama naturalización a ese tipo de acostumbramiento.

Pues bien, causa alarma la naturalidad y la rapidez con las que en el paquete de justificadas sanciones occidentales contra Putin se han colado, en varios países a la vez, la suspensión de un seminario académico sobre Fiódor Dostoievski, el aplazamiento por tiempo indefinido de un ciclo sobre el cine de Andréi Tarkovsky o, sin más, la cancelación de un recital de piano.

Los episodios más notorios han sido la rescisión de contratos contra el director Valery Gergiev y la soprano Anna Netrebko por parte de la Orquesta Filarmónica de Múnich y el Metropolitan de Nueva York, respectivamente. Ambos son conocidos amigos de Putin, contumaces vocales de su apoyo al sátrapa que ensangrienta Ucrania. A ambos se les pidió que condenasen la invasión para poder seguir adelante con lo programado y paladinamente rehusaron hacerlo.

Se dirá que se lo han buscado; ces’t la guerre, habrán dicho ellos en su fuero íntimo. Sin embargo, ¿qué justificación puede darse para retirar de un programa de la Orquesta Filarmónica de Cardiff, en Gales, la Overtura 1812 de Chaikovski?

“Por hallarlo inapropiado en los actuales momentos”, explicó la directiva. En Italia, también por considerarlo una provocación contraproducente en los actuales momentos, han cancelado un seminario académico sobre la obra del cineasta ruso Andréi Tarkovsky quien sencillamente no habría podido ser un oligarca del gang Putin porque murió en 1986. Dos concursos internacionales de piano, uno en Dublín y otro en Calgari, Canada, rehúsan aceptar participantes rusos.

Entristece particularmente el caso del joven pianista Alexander Maloeef. Este destacado concertista de apenas 20 años tenía previstas tres fechas con la Sinfónica de Vancouver para interpretar el Concierto No. 3 en Do mayor de Serguéi Procófiev. La orquesta de Montreal, y la Sociedad de Recitales de Vancuver han cancelado sus contratos, sin más, sin perspectiva alguna en lo venidero, como si de un oligarca putinista, de un Román Abramóvich, se tratase.

“La mayoría de las personas con las que me he comunicado personalmente estos días se guían por un solo sentimiento: el miedo”, expresó Maloeef en un tuit.

“Me contactan periodistas—continúa—: quieren que haga declaraciones. Me incomoda esto, sin duda, porque puede afectar a mi familia en Rusia. Hay conclusiones obvias: ningún problema puede ser resuelto por la guerra, no se puede juzgar a las personas por su nacionalidad. Entiendo que mis problemas son muy insignificantes comparados con los de la gente en Ucrania, incluyendo a mis parientes que viven allí. Lo más importante ahora es detener la sangre”.

¿Acabarán, con el pretexto de un monstruo desalmado como Putin, desterrando del canon a Dmitri Shostakóvich y Anna Ajmátova? La oscurantista frivolidad y la hipocresía biempensante de los “correctos” de Occidente pueden muy bien salirse con la suya si, al mismo tiempo que se combate a Putin, no le salimos de una vez al paso.

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