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Ofensiva de Rusia en Ucrania
Columna
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Maduro, Washington y la guerra de Putin

Cuando el negocio de la familia es vender petróleo, la guerra y las turbulencias que la acompañan llamarán tarde o temprano a tu puerta. Y no necesariamente para mal

Ibsen Martínez
Protesta contra la guerra de Rusia
Activistas del movimiento venezolano "Encuentro Ciudadano" durante una manifestación contra la invasión rusa en Ucrania, este 3 de marzo en Caracas.YURI CORTEZ (AFP)

Hace 80 años, por estos días y en otra guerra, una manada de cinco submarinos alemanes atacó la posesión neerlandesa de Aruba, frente a la costa venezolana, y torpedeó ocho tanqueros de diversa bandera, hundiendo a seis de ellos. La gran refinería de la Esso Standard, que operaba en la isla y se surtía de crudo ligero venezolano, fue atacada por los cañones de cubierta de los U-boats.

Los ataques formaban parte de la llamada Operación Neuland, lanzada por Hitler contra el complejo de campos petrolíferos y grandes refinerías que Estados Unidos, Inglaterra y Holanda poseían en el sur del Caribe. La gran cuenca petrolífera del Lago de Maracaibo carecía de puertos de aguas profundas y eso había hecho que Aruba, Curazao y Trinidad apareciesen en el mapa petrolero de Occidente en cercanía operativa con Venezuela.

Uno de los tanqueros tocados por los lobos alemanes fue el Monagas, de bandera venezolana. A pesar de sufrir gravísimas quemaduras, su capitán puso a salvo a casi toda su tripulación —11 hombres— antes de perecer, junto con un desafortunado marinero herido. La nave se hundió en el Golfo de Venezuela con ambos a bordo.

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Para 1938, Venezuela era el primer exportador de crudo en el mundo y el tercer país productor, detrás de Estado Unidos y la antigua URSS. Hacía solo dos meses que, a raíz del ataque japonés a Pearl Harbor, su gobierno había roto relaciones diplomáticas con los países del Eje. La operación Neuland no fue la única que los submarinos alemanes llevaron a cabo en aguas del Caribe, pero sí el primer encuentro de Venezuela con lo que puede significar ser el pequeñín del patio escolar cuando los grandulones juegan recio.

Un corolario provisional de todo esto podría ser que cuando el negocio de la familia es vender petróleo, la guerra y las turbulencias que la acompañan llamarán tarde o temprano a tu puerta. Y no necesariamente para mal.

La flota petrolera nacional perdió un tanquero en 1942, pero estar en el bando que al cabo ganaría la contienda significó que, en 1947, Venezuela siguiese siendo el primer exportador planetario. No lo sería por mucho tiempo: la irrupción del Medio Oriente como gran productor mundial de crudo ligero en los años 50 pudo significar un grave revés para Venezuela en el largo plazo.

Sin embargo, la crisis de Suez en 1956, en plena descolonización de Asia y África, y el reacomodo de los nacionalismos árabes ante la voracidad de las transnacionales petroleras, dieron una histórica oportunidad a las ideas de un preclaro abogado tributarista venezolano, Juan Pablo Pérez Alfonzo, que hicieron cuerpo en 1960 con la fundación de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP).

Sin la OPEP, el embargo de envíos petroleros a Occidente, decretado por ella a raíz de la guerra entre Israel y una coalición de países árabes liderados por Egipto y Siria, en octubre de 1973, sencillamente no habría sido posible. El boom que siguió a aquel corto embargo cuadruplicó los ingresos de la Venezuela Saudita. Los ocho años de la guerra entre Irak e Irán –1980 a 1988— depararon un período de precios altos que amortiguaron el ciclo de devaluaciones que comenzó en 1983.

Desde 1998, Hugo Chávez fue estrangulando hasta matarlas las libertades de Venezuela mientras financiaba los populismos latinoamericanos durante el más prolongado boom de precios de la era petrolera. Gastó en 15 años miles de millones de dólares en armas rusas, pero contrariando su militarismo neuronal y sus vociferaciones antiimperialistas, nunca fue a la guerra.

A pesar de ser quien desmanteló la petrolera estatal venezolana, Chávez jamás dejó de vender, mientras pudo, crudo pesado a las refinerías estadounidenses del Golfo de México. Lo que nos deja con su sucesor, Nicolás Maduro, y su alianza en absoluto simbólica con Vladímir Putin. La guerra de Putin no cumple aún 15 días y ya Washington ha enviado a Caracas una delegación de alto nivel. Es la guerra llamando a su puerta.

Se le ha ofrecido la ocasión de un entendimiento directo con Washington, con seguridad pragmático y turbio, como todo lo que surge del apremio de las guerras, pero expedito y sin la intermediación –mejor dicho: sin el estorbo— de Juan Guaidó y los mandarines de la desvaída mesa de diálogo en México. Y a las puertas de un boom de precios sin precedentes del que Venezuela, sin inversión extranjera a la vista distinta a la estadounidense, no podrá jamás sacar provecho.

No contamos con un registro webcam de todo lo que allí se habló en tan breve tiempo, pero parece cosa segura que Maduro no desertará de sus compromisos con Rusia. Y no será, por cierto, por miedo a una dosis de Novichok de parte del envenenador de Moscú. Sus motivos son otros, son raigales: son los del perfecto idiota latinoamericano descrito para siempre en el manual Montaner-Mendoza-Vargas Llosa Jr.

Y como tal, uncirá su vagón a la locomotora Juggernaut de Vladímir Putin que, tengámoslo por cierto, lo arrastrará al abismo.

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